Europa

Londres

Reinar pero en el mejor mundo posible

Las monarquías europeas perviven por su esencia parlamentaria. El peor de los regímenes hereditarios es el que representan las dictaduras

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Hay pocas cosas por las que los franceses admiten tener envidia a España y a Gran Bretaña, y una de ellas es la monarquía. En la primera década del siglo veintiuno, en ambos países, además de en Bélgica, Holan­da y los países escan­dinavos, el futuro de sus respectivas monarquías no es tema de discusión profunda. Hay alguna duda en Bélgica por el hecho de que la futura unidad del país está en entredicho y por lo tanto del papel de la monarquía belga en la crisis dependen muchas cosas, incluida el futuro de la misma. En España y Gran Bretaña, a pesar de tradiciones republicanas en un país y de brotes de resentimiento contra la monarquía en el otro, los dos monarcas tienen apoyos muy sólidos pero en ambos casos conforme vayan envejeciendo surgen disyuntivas respecto al futuro.

Hay quien piensa que es absurdo que existan estas dudas. Dicen que, a pesar de lo irracional, absurdo, vetusto y democráticamente indefensible, la Monarquía responde a unos deseos subconscientes del ser humano. Y existen unos indicios que se podrían tomar como prueba de que así fuera. En mayo de 1996, el Rey Simeón II de Bulgaria, exiliado en España desde que fue expulsado de Sofía por los rusos en 1946, visitó su país natal. Tan popular fue la visita de este hombre de negocios que llegaba de Madrid que provocó un cierto interés por la vuelta de la Monarquía a Bulgaria. Después de los desastres económicos y sociales legados por el sistema comunista, es comprensible la atracción del retorno a un pasado apenas recordado. Otro hombre de negocios, el príncipe heredero Alejandro de Yugoslavia, vio aumentadas sus esperanzas de ocupar el trono-cuando una manifesta­ción que discurrió por Belgrado marchó a los sones del antiguo himno real y las multitudes enarbolaban símbolos de la Monarquía. En este caso también, la todavía recien­te guerra civil yuogoslava explicaba la exaltada esperanza de que el retorno de la Monarquía pudiera resolver lo que no consiguieron las Naciones Unidas.

«Tronos» para dictadores

Hace muy poco, un comentarista británico dijo, con cierta sorna, que el principio monárquico se podría vislumbrar hasta en la gran república de los Estados Unidos, encarnado en dinastías de los Kennedy, los Bush y los Clinton. A finales de los años noventa, hubo también rumores –rápidamente negados por el Kremlin– de que Boris Yeltsin se proponía rehabilitar al Gran Duque Jorge Romanov, sobrino bisnieto del Zar Nicolás II. En otro país que se autoproclama republicano y progresista, Corea del Norte, se está acercando una tercera generación de gobierno hereditario, y en Cuba, el hermano menor del dictador ha ascendido al «trono». El problema con estos ejemplos es que la autocracia semimonárquica tiene menos posibilidades de sobrevivir que las monarquías constitucionales y democráticas de Europa occidental.

En resumidas cuentas, la monarquía puede sobrevivir en el mundo moderno si se trata de sobrevivir sin métodos intensamente represivos y sangrientos a base de asemejarse a los modelos constitucionales de Es­paña o Escandinavia. Aun así, en los países de esa área, se ha llegado a dis­cutir la idea. Hace una década, en Gran Bretaña el republicanismo comenzaba a reci­bir atención considerable por primera vez en un siglo. Hubo un debate televisado de dos horas, contemplado por ocho millones de espectadores y seguido de un voto telefónico de 2.500.000 de llamadas.

A la sazón parecía que se había colocado apa­rentemente el futuro de la Monarquía en el centro de la discusión política del Reino Unido. A pesar de contar con 14.000 líneas capaces de recibir 60.000 llamadas por minuto, hubo millares de quejas de personas que no pudieron registrar su voto. Sin embargo, la impresión entonces de que el destino de la Monarquía era un tema vivo en la agenda política británica no ha sido confirmada por los acontecimientos posteriores. Fue en parte una expresión de resentimiento de lo que se había percibido como el injusto tratamiento por parte de la Familia Real de la recientemente fallecida e inmensamente popular princesa Diana.

Hablar y que te entiendan

Una encuesta mucho más sería ofrecía unos datos que indicaban que, desde principios de la década de los 80, los consultados que pensaban que el país mejoraría si se aboliera la Monarquía habían aumentado desde el 5 por ciento en 1984 al 14 por ciento en 1992 y a más del 30 por ciento en 1995. Esos años fueron precisa­mente los de los escándalos sobre la prince­sa Diana, las relaciones entre el príncipe Carlos y Camilla Parker-Bow1es y las extra­vagancias de Sarah Ferguson, la exmujer del príncipe Andrew. Eran también unos años en que la prensa popular había conse­guido un poder asombroso sobre la opinión pública. Sin embargo, estos periódicos ya no se ocupantanto de la Familia Real. Las encuestas más recientes muestran que el apoyo al republicanismo se estancó en el mismo 30 por ciento de hace dieciséis años.

Una boda real y toda la publicidad que la rodea es siempre una manera de aumentar la popularidad de la monarquía. Curiosamente, en 2005, cuando el heredero al trono británico, el príncipe Carlos, se casó con Camilla Parker-Bowles, el apoyo a la Monarquía bajó en un cinco por ciento. De todas formas, este bajón fue muy pasajero y, para 2009, una encuesta encargada por la BBC descubrió que el apoyo a la monarquía había vuelto a subir hasta el setenta y seis por ciento.

Esto en general refleja la inmensa popularidad del príncipe Guillermo. La misma conclusión se puede sacar del hecho de que la sucesión de Carlos parece gozar de menos apoyo que la idea de que Isabel II pueda saltarse una genera­ción y pasar el trono no a su primogénito, sino a su nieto Guillermo. La idea ha cobrado una nueva relevancia con la boda del pasado viernes. Guillermo no habla como el resto de su familia, sino que utiliza un inglés más de la calle. Si su padre no se casó con una mujer de sangre real sino con una mera aristócrata, él se casa con una mujer de clase media. Además, siendo tan guapo como su madre fue bella, goza de una popularidad inimaginable para su padre.

Es evidente que, en Gran Bretaña como mínimo, no se cuestiona ni la validez institucional de la Monarquía ni a la probidad de la conducta de Isabel II. Lo que provocó una subida del movimiento republicano fue la conducta inadecua­da y los supuestos defectos personales de figuras situadas en la periferia del trono, precisamente el territorio en el que los ta­bloides encuentran sus titulares más sensacionales.

Dinastías republicanas

El tema fundamental es si el pueblo, sea británico o español, tiene derecho a elegir a su propio jefe de Estado. Irónicamente, cuan­do se les pidió que nombraran un posible presidente republicano, los espectadores del estudio eligieron a la princesa Ana y hay pocas dudas de que volverían a hacer lo mismo con el príncipe Guillermo. Si se añade lo que aporta al país la dimensión turística de los momentos y ceremonias reales, la monarquía sale favorecida. Entonces, si la cobertura mediática de los acontecimientos de Londres plantea de nuevo la cuestión del futuro de la monarquía en España, ¿hasta qué punto hay comparaciones válidas? Se puede decir que en Gran Bretaña hay menos especulación sobre el futuro.

La Monarquía española tiene menos tradición que la británica. Data de 1975 y debe su mayor legitimidad al coraje personal del rey Juan Carlos. Sin embargo, goza de dos ventajas importantes. La monarquía británica intenta finalmente enlazar con el pueblo en la persona del príncipe Guillermo y su ya esposa. En España, desde 1977, la monarquía siempre ha sido de una escala mensurada con sus posibili­dades reales –o sea una Monarquía de BMW y no de carruaje–.

Más importante todavía es que la Monarquía en España, con un heredero inteligente y bien formado, ofrece lo que, en la situación actual de crispación constante, no podría ofrecer ningún candidato político a la presidencia de una República. Se trata de una jefatura de Estado neutral, una cosa que necesita España hoy y en el futuro previsible.

 

* Es autor de la biografía «Juan Carlos. El rey de un pueblo». Su último libro es «El holocausto español»