Novela
Laura Walcott (II)
Muchas veces había estado antes en la misma ciudad que una mujer como ella y al menos otras tantas coincidí en el mismo párrafo con alguien así, pero aquella en la Quinta Avenida fue la primera vez que estuve en la misma acera con una mujer como Laura Walcott. Llevaba puesto un vestido rojo, cubría sus hombros con una estola blanca de armiño y si no fuese porque acababa de verla llorar en el «Oak Room» del hotel Algonquín, ni se me pasaría por la cabeza que algo malo pudiese sucederle. Tampoco su paso era el de alguien angustiado por una duda, dolido por una mala noticia o lastrado por un temor. Por eso, al poco rato de echar a andar traté de disculparme: «Creo que quien me vea caminar a tu lado creerá que te he abordado en la calle y te estoy importunando. A la gente le pareceremos una azafata de "Panam"acompañada por uno de esos buzos que raspan una costra de lodo y mejillones en las gabarras del puerto. Me salva que es domingo y que a estas horas las calles elegantes ni siquiera pasan por delante de los portales de diario. ¿Sabías que a este lado de la calle incluso es francesa la lluvia? Supongo que un tipo como yo sólo tendría derecho a caminar a tu altura si lo hiciese por la acera de enfrente, porque, ¿sabes?, al otro lado de la calle por la que camines tú siempre será dos días más tarde». Ella no dijo nada y continuó andando al ritmo pausado de alguien que podría sentir la mayor pena del mundo sin perder la compostura, sin duda consciente de que nada desluce tanto la elegancia de una mujer como que su acompañante presienta que arrastra en su cabeza el lastre de dos facturas sin pagar, que sufre por la mentira de un hombre o que le hace daño el calzado. Iba a preguntarle por el contenido de la nota que le había hecho llorar minutos antes, pero se me adelantó intrigada por lo único que sabía de mÍ: «¿Habías escrito antes algo como eso en un pañuelo? Podría haber ignorado tus frases y ahora no estaríamos dando un paseo por la Quinta Avenida. ¿Tienes por costumbre esperar con tu impecable pañuelo a que alguien a dos mesas de distancia rompa a llorar?». Le rogué que se detuviese un instante. «No es un capricho –me expliqué–. Razono mal si voy andando. Por alguna causa hereditaria soy incapaz de compaginar las ideas y los pasos. Lo mío es caminar por escrito. Supongo que será por eso que nunca he tenido un perro». Sonrió y se detuvo. Esperó entonces mi explicación sin aparentar demasiado interés. Entonces volví la vista hacia el otro lado de la calle y recordé haber estado allí muchos años antes, cuando era un niño debilitado por el asma e iba a Central Park llevando atado en una mano un racimo de globos que a mí me parecían hinchados con aliento de mármol.