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Arte con cerdos
Fue hace muchos años. Me tomé unas cuantas copas de más y me puse a escribir algo para no publicarlo. Repuesto del exceso, leí aquello y quedé perplejo, casi admirado, sorprendido de que hubiese sido capaz de redactar aquel texto tan sincero, tan expresivo y rotundo, casi una colección de puñetazos, algo lleno de faltas mecanográficas por el que corría, con entera y caótica libertad, más franqueza de lo que jamás había demostrado al escribir. Pensé entonces que muchos escritores le debían sin duda su lucidez narrativa a cierto estado de inconsciencia y que perdían mucho cada vez que por cualquier descuido en sus vicios serenaban el espíritu y entraban en razón. Pensé también en aquellos momentos que el placer sexual también era mayor si los estímulos que le precedían me liberaban de prejuicios morales y me dejaban comportarme como si me hubiese educado en la cuadra de los cerdos. Y aunque no puedo decir que mi carrera profesional haya sido la consecuencia de tantos excesos como habría deseado, lo cierto es que todavía creo que el arte se desencadena con más brillantez en ese caótico estado emocional en el que un hombre se da cuenta de que las emociones y remordimientos que colman su cabeza sirven tanto para pintar un cuadro, o para escribir un poema, como para descomponerle el vientre. Por eso creo que el confort es a menudo el peor enemigo del talento y que, en los días de invierno, la calidad de la literatura merma en la medida en la que en el aire remite la humedad y la calefacción caldea el ambiente. En una ocasión mi madre me pidió que le dedicase una de mis columnas y yo me desentendí del asunto porque no me atreví a ser sincero. Tendría que haberle dicho que por el bien de mis remordimientos necesito pedirle disculpas cuando ya no pueda perdonarme.
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