París
Un muerto de bandera
Qué hermosas se ponen las calles de Madrid cuando el otoño se cristaliza en malestar de tormenta y huellas mojadas. Es el momento en el que encuentra su situación ideal una comitiva fúnebre, interrumpiendo con tétrica solemnidad el barullo del tráfico bajo la lluvia. Hasta los taxistas y los pedigüeños de los semáforos se ponen firmes, sin saber si dar un respetuoso cabezazo o un golpe de bocina. La verdad es que no recordábamos un entierro de estos, a todo plan y despliegue urbano, desde el que le escenificó Pilar Miró al viejo alcalde Tierno Galván, con su carromato mortuorio con tiro de caballos y toda la pesca. Y estas cosas gustan mucho a la gente. Yo creo que se debían prodigar más este tipo de acontecimientos, que le dan color a los días de difuntos. Total, en Madrid, ¿cuándo no se nos muere una gloria nacional? Las tenemos para dar y tirar, en las Academias, en los hemiciclos, los ruedos y los teatros, por parar de contar. Caen como moscas. ¡Y qué poco nos costaría hacerles las exequias con furgón a medio trote, música, panegíricos y frases inmortales. Uno diría que la ciudad hasta tendría un aire más solemne y monumental.
Marcelino Camacho no se ha muerto como Vallejo en París, un día lluvioso en primavera, pero en vísperas de Todos los Santos, con su chubasco correspondiente, ha cumplido como un difunto muy bien presentado. Capaz casi de hacer el milagro de resucitar todo el comunismo nostálgico de la clase obrera y unas cuantas banderas rojas como paño de lágrimas. Con lo que le gustan al marxismo los símbolos, y lo que él disfrutaba sujetando en primera fila pancartas, lo extraño es que no le hayan envuelto en una reivindicativa pidiendo el retorno del sindicalismo vencido que se lleva a la tumba. Por lo menos le habrán puesto su jersey de lana gruesa y cremallera tejido a mano que tanto le sirvió y tantas vueltas dio por las cárceles hasta convertirse en su marca de identidad.
Y yendo la comitiva con las consignas ya congelándose en la boca, al menos podían oir un calor de voces líricas que surgían del Instituto Cervantes. Era el homenaje al centenario de la muerte de Miguel Hernández, y sus versos recitados por jóvenes espíritus que acompañaban el tránsito del viejo luchador: «Me quiero despedir de tanta pena, cultivar los barbechos del olvido, y si no hacerme polvo, hacerme arena...».
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