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Venezuela

Andreína y el chigüire

La Razón
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Oí hablar del chigüire con ocasión de un regalo: una amiga venezolana me trajo una sorpresa de su país. Llegó a España con ella en la maleta, tan bien envuelta y camuflada que parecía un alijo de drogas, aunque era un libro. «Vivimos en esa clase de mundo», le reproché con ademanes afectados y la voz encogida por la preocupación mientras contemplaba aquella especie de pastilla recubierta de papel de plata, «la clase de planeta en el que los alcaloides tropánicos tienen mucho más valor que los libros. Porque todos prefieren derretirse el cerebro metiéndose un chute de lo que sea antes que fortalecer sus mentes con un buen libro… En fin, ya sé que de todas formas la cultura occidental se está yendo al carajo, y te agradezco mucho el alijo de estupefacientes, pero sabes perfectamente que yo no tomo drogas a causa de mi enfermedad», dije. «¿Qué enfermedad?», preguntó mi amiga. «Mi hipocondría, claro…», le respondí con una paciente sonrisa. «¿De qué drogas hablas? Te he traído un libro», me replicó ella, «pero no quería que me lo confiscaran en la aduana. Es material delicado».
El libro se titulaba «La república bipolar. Los poderes del estado», una edición entre el cómic, el panfleto y el folleto de una urbanización de lujo desesperadamente en venta. Estaba firmado con el seudónimo «El chigüire bipolar». Mi amiga me explicó que así es como llaman a Hugo Chávez en Venezuela. Naturalmente, el libro es una crítica demoledora del régimen chavista. Pero mientras nosotros tachamos de «gorila rojo» a Chávez –expresión equidistante entre el «acongojojone» del típico cobarde europeo y un desdén de reminiscencias coloniales–, los venezolanos que lo conocen mejor y son más sabios han dado en encontrarle parecido con el chigüire.
El chigüire es el roedor más grande del mundo. Primo gigante de la rata. Un caviomorfo como otro cualquiera, pero que en cuanto se descuida puede llegar a pesar… ¡ochenta kilos! Suele ser bígamo. Y se comunica mediante las señales químicas –por decirlo eufemísticamente– que producen sus dos glándulas, una situada en el hocico y la otra en salva sea la parte. Andreína Flores, periodista, se atrevió el otro día a preguntarle a Chávez sobre los últimos resultados electorales y el presidente en chándal (cuando se lo quita Castro se lo pone él) la rebatió llamándola «ignorante», haciendo gala de ese «feminismo misógino» (toma ya) estructural en el buen comunista. En «Aló Presidente», 27-3-2005, Chávez explicó que él defendía la democracia participativa de acuerdo con las ideas de Marx y Federico Engels. Ahí está la respuesta a Andreína: como dijo Marx, para cambiar la sociedad hay que destruir hasta los cimientos del viejo aparato del estado para reemplazarlo por un nuevo poder estatal «obrero». Y Hugo Chávez (no conozco a nadie más marxista que él pese a su aspecto de ridículo fantoche), junto a tantos otros presidentes actuales no sólo latinoamericanos, anda en ésas: en la fase de la devastación, de la demolición total, de la hecatombe final.
Un trabajo para roedores gigantes, desde luego.