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Crítica de cine

Paul Léautaud

La Razón
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Dada mi profesión, me ocurre muy a menudo encontrarme en una reunión en la que todos aspiran a hacerse famosos. Pronto echo de menos a gente más normal, inteligente y conforme con su vida. Pero, a la vez, existe una especie de aristocracia en individuos superdotados, de gran talento y personalidad, a los que ser famosos les importa un bledo, lo desdeñan, lo aborrecen, les parece una vulgaridad; les obliga a ser diferentes, a salir de sus casillas y ser «artificiales». Les importa mucho no serlo y que así lo entiendan los demás. Y llegan a ser famosos contra su voluntad.
Estos son para mí los interesantes, los admirables, con los que quisiera tratar. Entre estas excepcionales criaturas, uno de los que tengo por más significativo es Paul Léautaud (1873 -1956) genial y altanero escritor, gruñón e irreductible, a la manera de Chamfort, y crítico teatral de la «Nouvele Revue Française».
Sus reseñas teatrales despertaron expectación y su vida íntima –nada artificial– la atenta curiosidad de muchos. Famoso, pues, contra su voluntad. Al no ser artificial, era originalísimo, singular, defensor de los animales, rodeado de una multitud de gatos y perros, la más nutrida familia, que generaba algunas protestas del vecindario. Para él la vida de un hombre no valía la de un inocente cuadrúpedo.
 Al amarlos tanto, los animales le correspondían. Y sentirse adorado por su manada, acariciado, ronroneado, lamido y mordisqueado era su consuelo mayor, su descanso.
A Léautaud le nimba una historia íntima ciertamente conmovedora: hijo de un apuntador –durante treinta años– de la «Comedie Française», abandonado por su madre, tan sólo la conoció cuando tenía 17 años. Y la conoció cantando en un «music-hall», jovencísima, bellísima, provocadora… Desde que comenzaron a tratarse se hicieron íntimos amigos. A veces servía a su madre –como una sastra– para salir a escena. («Le petit ami», 1903). No tengo por qué decir que vivió soltero toda su vida, porque su madre fue su Dulcinea. Esto lo convirtió para siempre en un misántropo «vieux garçon».
Ligado tan entrañablemente al mundo de las candilejas, Léautaud su convirtió en el crítico de teatro más extravagante, original, singular y permisivo que ha conocido la historia del género. Escribía sus críticas en forma de diario íntimo, en las que hablaba de sus gatos y perros, y de cómo libraba a algunos animales de la muerte, incluso la de un sapo.
–¡Mátalo!
Escuchó decir a una señora a su criada, a través de la verja de un jardín. Saltó la verja y preguntó:
–¿A quién van a matar?
– A este sapo asqueroso.
–Señora, es usted una asesina. Me llevo a esta criatura, que no merece permanecer ni un minuto más en su vulgar jardín.
Estas eran las hazañas que más divertían a sus lectores. Hasta el punto de que algunas de sus largas críticas terminaban haciendo una reseña muy rápida –aunque no exenta de ingenio– o diciendo que en el próximo artículo se ocuparía de aquello. Hasta su prestigioso editor, Jean Paulhan, le amonestó. Inútilmente, por fortuna.
Pero no sólo por eso: gatos, perros, sapos y otros animales dotados con el don de la palabra, sino que sus críticas apasionaban porque era de una extrema agudeza y una espontaneidad y sinceridad desarmantes. Era una de esas «glorias oscuras» que hacen más densa la cultura francesa.


De la Real Academia Española