Educación

Educación con guantes

La Razón
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Si se me pidiese mi opinión sobre los colegios privados, no podría juzgarlos sin recordar el verano que pasé castigado en uno de ellos. El centro era muy temido entre los muchachos por su férrea disciplina y si mis padres me hicieron pasar allí aquel verano supongo que fue porque consideraron excesivo recomendarme para una estancia correctiva en el penal de Ocaña. No podría descalificar aquel centro por la calidad técnica de su profesorado, ni por la categoría de sus instalaciones. A mí si se me atragantó la enseñanza privada fue porque en aquel afamado colegio la disciplina era casi militar y también porque por mi origen de clase media me sentía desplazado entre todos aquellos chicos estirados, antibióticos y espermicidas que yo suponía que jamás se habían visto desnudos frente a un espejo que no estuviese empañado. Yo procedía de un instituto y era un muchacho libre y estatal, un alumno observador y educado, pero caótico, que llevaba muy mal los rigores de la disciplina y habría renegado de la libertad si la libertad fuese obligatoria. No entendía que en aquel colegio a los alumnos se les sentase respetando el orden de sus calificaciones y que así como a ellos les miraban el ilustre apellido antes de hablarles, a mí los profesores se limitaban a pedirme que les mostrase las uñas de las manos. Entonces el profesor fruncía el ceño y me recriminaba que no las hubiese recortado antes de salir de casa. Era todo lo que aquel tipo tenía que decirme, así que al salir de clase me esfumaba pegado a las paredes mientras pensaba que si quería prosperar en la vida, lo mejor sería que lo intentase sin sacar las manos de los bolsillos. También pensé que si el profesor de matemáticas me había rebajado en público por llevar las uñas de las manos mal cortadas, en el caso de haberme pedido que le mostrase los pies, me habría enviado sin remedio al penal del Dueso, donde languidecería sin posibilidad de redención, angustiado por el recuerdo de mi humillante estancia en aquel afamado colegio compostelano, enfrentado sin remedio a la evidencia de que en el supuesto de que algún día fuese periodista o escritor, mis lectores en vez de juzgarme por mis textos me condenarían por mis uñas. Pasaron muchos años desde entonces y ya olvidé mis malos ratos en aquel colegio. La verdad es que nunca les tuve simpatía a los colegios privados, no porque recele de su calidad, sino, sinceramente, porque por culpa de aquel dichoso colegio compostelano estuve a punto de creer que para ser periodista o escritor antes tendría que cortarme las uñas o ponerme guantes.