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Internet

Ánimo de lucro

La Razón La Razón

El asunto «Megaupload» –sitio de descargas en internet cerrado por el FBI–, y el tren de vida de su fundador Kim Schmitz incitan a reflexionar en la extraordinaria prosperidad de grandes corporaciones que, en principio, no tienen mucho «ánimo de lucro». Del instituto de Urdangarín a las webs que «intercambian archivos» y aspiran a democratizar la cultura –los «intangibles» de la cultura, porque hasta la fecha no han conseguido poner en formato electrónico los óleos de Picasso–, pasando por negocios fabulosos (Google, Facebook…) que ofrecen la panacea, el filtro mágico, el imposible económico del «gratis total», los mejores negocios de nuestro tiempo los hacen quienes se publicitan a sí mismos como demócratas filántropos sin ánimo de lucro. Cuando se examinan sus cuentas, sin embargo, una piensa: «¡menos mal que no tenían el ánimo de lucro, que si no…!». Tener ánimo de lucro, y reconocerlo abiertamente, siempre ha estado mal visto porque, según Hobbes, quienes intentan inútilmente acumular riquezas ven con malos ojos que otros las obtengan (por talento o influencias). No digamos si, además, hacen alarde de ello. La riqueza la suelen acaparar unos pocos, mientras la mayoría se queda a dos velas. Tocqueville ya hablaba de que las sociedades democráticas producen «resentimiento», el de quien contempla cómo algunos llegan a las metas que él no pudo alcanzar. En un mundo como el nuestro, donde la exhibición impúdica del éxito y la opulencia es retransmitida en directo por los medios de comunicación, la desigualdad cada vez se tolera peor, y genera una alarmante frustración entre los ciudadanos/espectadores. Por eso la bandera «sin ánimo de lucro» es acogida de forma entusiasta. Pese a que –a veces– sólo sea el codicioso disfraz de una avariciosa mentira podrida.