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Mi hijo es un monstruo
Director: Lynne Ramsay. Guión: L. Ramsay y Rory Kinnear, según la novela de Lionel Shriver. Intérpretes: Tilda Swinton, John C. Reilly, Ezra Miller. GB/USA, 2011. Duración: 112 min. Drama.
La maternidad como una condena a cadena perpetua. Peor, la maternidad como cigoto del mal. Ese es el modo en que Lionel Shriver se acercaba a los mitos del incondicional amor de madre en «Tenemos que hablar de Kevin», excelente novela, a medio camino entre el dietario macabro y el género epistolar escrito en sangre, que se divertía plantando la semilla de la duda en el lector: ¿es Kevin un monstruo porque ha tenido una madre frustrada y hostil, o, por el contrario, es un monstruo a secas, sin origen? Podría acusarse a Lynne Ramsay de haber desdibujado la magnitud de esa pregunta, subrayando en rojo sólo una parte de la ecuación.
Esa decisión, a todas luces discutible, es compensada por la ambigüedad de la interpretación de Tilda Swinton, tan hábil en transmitir el odio inconfesable hacia su hijo como la confusión que le produce su propio comportamiento, y por una puesta en escena brillante, llamativa, que hace rimar pasado y presente con colores y sonidos al mismo tiempo que construye un sólido punto de vista. Es un punto de vista que desmenuza la maternidad, que enseña su lado oscuro sin temer al exceso, y que examina la rabia y la culpa que generan cuando comprobamos, con sudores fríos, que sí, que tal vez la maldad sea hereditaria. El momento en que Eva, que no puede soportar más el constante llanto de su hijo, sofoca los gritos del bebé colocándose al lado de un taladro callejero, sirve como antídoto para todos los libros de autoayuda que aconsejan calma y paciencia a los padres novatos. Porque lo más políticamente incorrecto de «Tenemos que hablar de Kevin» es que desplaza la maternidad hacia un país –el del cine de terror– al que genéticamente no pertenece.
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