Túnez
Egipto reformas o caos
La revuelta de los egipcios contra el régimen de Mubarak, que desde hace 30 años rige con mano de hierro los destinos del país, tiene en vilo a las potencias occidentales y atemorizado al mundo musulmán. Lo que suceda en este país de 80 millones de habitantes, pieza clave en Oriente Medio, tendrá una influencia decisiva en la cuenca sur del Mediterráneo y en los países islámicos. El incendio provocado por la chispa tunecina se ha propagado a unas sociedades sedientas de libertad y hambrientas de justicia. Con mayor o menor intensidad, a casi todas las naciones árabes están llegando las llamaradas de la ira popular, incluso a la franja de Gaza, que gobierna el grupo terrorista Hamas. Pero es en Egipto donde esta revolución espontánea se juega su éxito o su fracaso como modelo a imitar. No será fácil que el régimen de Mubarak, que hace pocas semanas consumó otra farsa electoral para perpetuarse en el poder, sea barrido con la misma facilidad que lo fue el tunecino de Ben Ali. Los resortes del mandatario egipcio, que controla muy estrechamente al Ejército, y la poderosa amenaza del radicalismo islámico son las dos bazas que habitualmente ha jugado Mubarak para garantizarse el apoyo de Estados Unidos y de Europa. Y las seguirá jugando hasta el último minuto. Eso no quiere decir que el régimen permanezca inmutable. Al contrario, presionado ya abiertamente por Obama, no le queda otra salida que comprometerse con un plan de reformas profundas para garantizar las libertades, de modo que el Parlamento refleje todas las tendencias políticas, combatir la corrupción y realizar una mejor distribución de las rentas. A partir de ahí, es muy probable que el modelo egipcio pueda trasladarse a otros países del entorno con graves déficits democráticos. A diferencia de otros estallidos populares provocados por la carestía de los alimentos básicos, ésta es una revuelta también por los derechos humanos, que en sentido estricto no se inició en Túnez, sino en Teherán hace ya varios meses. Sus protagonistas e inspiradores no son los grupos radicales islámicos ni las masas desarrapadas, sino jóvenes urbanos con cierta formación escolar, y hasta universitaria, que han sembrado su descontento por encima de las fronteras gracias a internet, las redes sociales y los móviles. No en vano, la primera medida represiva que tomaron los ayatolás de Irán y ahora Mubarak fue cortocircuitar internet y los teléfonos. Asistimos, por tanto, a una convulsión por la libertad que difícilmente se podrá encadenar recurriendo a los tanques o manipular mediante las televisiones oficiales que ya nadie ve. Desde Marruecos hasta Siria, pasando por Irán y Arabia Saudí, el mundo islámico se enfrenta a su propio destino de transformar sus dictaduras para que sus habitantes pasen de súbditos a ciudadanos. Ésta será, sin duda, la más importante revolución del siglo que empieza, pero estará sembrada de graves peligros, el primero de los cuales es que el fanatismo islámico la capitalice para imponer su doctrina totalitaria y sembrar el terror, como así sucedió con la revolución de Jomeini. De ahí que en Egipto cobre especial relevancia el papel que puedan jugar los Hermanos Musulmanes, cuya utopía política es imponer la «sharia» o ley islámica.
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