Pintura

Nuestra casa nos encausa

La Razón
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En la vida de cualquiera –y más si es un artista o un escritor– la crisis actual repercute de mil maneras. Yo siento que me ahogo un poco, haciendo artículos que me sugiere la recesión y experimento la necesidad de ocuparme de cosas más frívolas. Ocuparme de arte, que ha sido mi modo de ganarme el pan.

Impulsado por mi vocación de «farandulero polivalente», tuve que estudiar toda clase de disciplinas. Aprendí a «decorar y vestir» comedias, óperas y películas y, en no pocas de éstas, fui su responsable director artístico y con plenos poderes. Para llegar a cumplir este oficio airosamente hay que ser un «psicólogo ambiental». Los personajes se definen por el clima doméstico y público que les rodea. En la vida real, sucede lo mismo. Cuando yo visito una casa me entero mejor de quién es su dueño.

Siempre tengo presente al paradigma de Oscar Wilde, que se hizo un gran renombre en EE UU, dando conferencias sobre el atrezzo y el mobiliario del mejor gusto, impulsado por las teorías de Ruskin y por la fealdad y vulgaridad del mobiliario burgués. Las ricas señoras americanas quedaron fascinadas por la buena pinta del conferenciante y por sus consejos para «poner la casa» con refinada delectación.

De entonces a acá, mucha gente corriente – pero con posibles– se permite la intervención de un buen «interiorista» de oficio. Eso está muy bien. Pero también está muy bien que se le añadan toques personales, que todo lo vuelvan más familiar. En esos «toques» yo también puedo leer y enterarme mejor de quién es su dueño.

Pues bien, hay algo que me ha impresionado de un modo especial, que me ha obligado a poner en duda la personalidad pública de un sujeto de lo más importante, riquísimo, influyente, socialmente encantador y que «fotografía muy bien». Esto me ha sucedido al hojear la revista «Diez Minutos», que se reparte semanalmente con este diario. ¡Agárrense!
De repente me encuentro a dicho sujeto fotografiado en la mayor intimidad, rodeado por unos muebles, unos objetos y «unas pinturas», que me procuran un trastorno, un inefable malestar.

Ese ambiente de intimidad no le corresponde pero, si quiero ser objetivo y rendirme a la fatalidad de los hechos, esto nos revela que dicho sujeto arbola, mediática y oficialmente, unos «gustos prestados», que no son los suyos en la intimidad. Es como si le hubiera caído encima la carpa espectacular que le representa en la Feria de las Vanidades.

¡Con qué infantil seguridad, de «aquí me las den todas», ha dejado que le fotografiaran así, rodeado de la más frívola y deprimente vulgaridad ambiental y mobiliaria! Ni siquiera siendo un temible esnob nadie tiene en su gabinete particular un supuesto retrato así, ni unos cojines, ni unos bibelots que revelan un mal gusto espantoso, involuntariamente obsceno.

Acordémosle la justa presunción de inocencia en otros terrenos. Pero la cosa no deja de ser altamente paradójica, desorientadora, contradictoria e inquietante. ¿Por qué, por qué…? Renuncio a comprender. Pero debo decir que me indigné después de tan deprimente revelación. Y ahora, revelar mis impresiones, pienso que equivale a «una delación», que hasta me puede perjudicar socialmente. Pero mi «moral estética» me impele a hablar. Hay que atreverse y no pensar que Cayetana de Alba vaya a denunciarme por juzgar el traje de muñeca tonta que le han confeccionado Vittorio y Luchino para su boda. Como figurinista de teatro y cine, tengo todo el derecho a opinar.

Y respecto al sujeto en cuestión, como director artístico de lo mismo y devoto discípulo de Ruskin, de Oscar Wilde de William Morris y de algunos más. No puedo callar. Cayetana siempre me ha parecido una mujer extraordinaria, pero Tita Cervera también merecía mis respetos, por ser más rica en cuadros. ¡Una exageración! Dueña de una de las colecciones más importantes del mundo y coleccionista ella misma de pintura española decimonónica. Juro que «la mala noticia» me ha llegado al corazón. Un ácido pesimismo social ante lo desagradable y prosaica que es la realidad.

Me creo en el deber de aconsejarle a las lectoras de «Diez Minutos», que nos se les ocurra seguir el gusto particular e íntimo de la baronesa Thyssen. Y que perdonen tanta debilidad porque, si la caracteriza ese mal gusto «de buena persona, pueril y elemental» en el fondo, hay otras muchas buenas personas en el mundo que lo pudieran tener peor, científicos, políticos, deportistas famosos…No está sola en la vida, pero sí en primera plana.