Ministerio de Justicia

Un fallo supremo por Luis del Val

La Razón
La RazónLa Razón

No me extraña que en las encuestas sociológicas unas de las profesiones que menor prestigio tienen ante los ciudadanos sean la de político y la de juez. En el último caso, incluso cuesta saber dónde termina el juez y empieza el político, o donde el político se pone la toga y se nos presenta como juez.

A Baltasar Garzón –ejemplo preclaro– el Tribunal Supremo le condenó a 11 años de inhabilitación por haber colocado micrófonos a los abogados defensores, cargándose el Derecho a la Defensa. Un acto tan execrable como si los abogados defensores pusieran micrófonos en las salas de deliberación de los tribunales para enterarse de la opinión de los magistrados. No obstante, todavía hay forofos que creen que se cometió una tremenda injusticia con el juez aficionado al espionaje.

Pues bien, otro juez ha sido condenado a diez años, sólo uno menos, porque dice el Tribunal Supremo que prevaricó, al conceder al padre la custodia del hijo unas horas más para que pudiera acudir a una procesión en la madrugada sevillana, tal como era el deseo del niño.
La inhabilitación durante diez años supone darle una patada al juez, echarlo de su puesto de trabajo y si, dentro de diez años, quiere volver a ser juez, tendrá que hacer oposiciones como una licenciada de Derecho, recién escudillada, que pretenda lo mismo.

A veces, es tan difícil entender una sentencia como complicado entender a los jueces, y si Garzón, por un delito que socavaba las garantías constitucionales de un Estado de Derecho fue inhabilitado once años, y este juez de familia sufre una inhabilitación de diez, una de dos: o fueron infinitamente benignos con Baltasar Garzón y le sancionaron con una pena de amigo, o han sido excesivamente inmisericordes con el juez Francisco Serrano. Lo que nos lleva a otra consideración: o está necesitando un frenopático este columnista, o los que se han vuelto locos son los jueces. Si aceptáramos esta segunda hipótesis no todos están locos. De los cinco magistrados que han intervenido en esta sentencia, hay dos de ellos, los magistrados Francisco Monterde y Antonio del Moral, que no comulgan con el fallo, con el supremo fallo, y entienden que el juez debería ser absuelto, porque se limitó a acceder a los derechos del niño. No es ésa la opinión del ponente Andrés Martínez Arrieta, que se ganó una justa fama con el «caso Nani» y que aquí nos ha dejado estupefactos. Es algo así como si al atracador de un banco se le condenara a once años de prisión y al que roba una guitarra a diez.

Una sentencia que tiene que explicarse es una mala sentencia, y desde luego ésta la tendrán que explicar acompañados de la aurora boreal. Todavía más, si tenemos en cuenta que Andrés Martínez Arrieta no vio ninguna falta cuando Garzón se arrogaba poderes con el caso de la memoria histórica, y aquí habla de competencias de juzgados. ¡Qué sé yo! A lo mejor el Tribunal Supremo hubiese sido más benevolente si el niño, en lugar de querer ir a una procesión, hubiera manifestado deseos vehementes de ir a una manifestación sindical. ¡Y qué terrible que al ciudadano normal se le sirvan en bandeja estas comparaciones odiosas para incitarle a sospechar que el que prevarica no es el condenado, sino los magistrados que han dictado la condena!