India
Los ingleses
Me consta que, incluso en la actualidad, hay algún necio empeñado en una cruzada contra Gran Bretaña como si perteneciera a una bandera de Falange de los años cuarenta. No he compartido nunca la anglofobia –más bien todo lo contrario– y después de viajar por la India creo que caer en esa conducta resulta absolutamente imposible. Se puede aborrecer a los turistas que vienen a emborracharse a España y a tirarse desde los balcones de los hoteles; se puede sentir horror ante los hooligans entregados a la barbarie en los campos de fútbol, e incluso se puede derramar una lágrima al ver la Union Jack ondeando sobre Gibraltar. Todo eso es normal e incluso obligado, pero resulta imposible no sentir una profundísima admiración por los británicos tras visitar la India. No se trata tan sólo de que lograron desde el s. XVIII controlar un subcontinente en el que ni la religión, ni la lengua, ni la raza eran lejanamente comunes. No se trata tampoco de que consiguieran que su imperio fuera realmente rentable, a diferencia del español que, como reconoció Indro Montanelli, no sólo estaba mal gestionado sino que, al final, costaba dinero. No se trata de que además se caracterizaran por un gobierno exento de corrupción y centrado en la administración de una justicia independiente. Se trata, sobre todo, de la manera en que se enfrentaron con condiciones extraordinariamente adversas y, a la vez, lograron dominarlas y dejar sobre ellas un legado que persiste hasta la actualidad. En Jhansi, se puede tomar el mejor tren de la India –que está bastante bien, aunque sólo sea por la bandeja de comida y el té que te sirven–, y ese ferrocarril discurre sobre una estación que, en su día, levantaron los británicos. Fueron también los británicos los que tendieron carreteras que todavía se utilizan, los que establecieron puertos en servicio y los que desplegaron los hilos del telégrafo y del teléfono. A aquellos seres blancos que lograron sobrevivir –no siempre– a un clima verdaderamente infernal, les deben también los indios un sistema educativo que los ha colocado, en actividades como las matemáticas, a la cabeza del mundo siquiera porque ellos lo mantuvieron mientras que la metrópoli, azotada por los laboristas a los que luego copiaron Maravall y Rubalcaba, destrozó la educación pública. A los británicos, a fin de cuentas, les debe la India uno de los mejores regalos que puede hacer cualquier imperio que se precie de tal y que no es otro que la lengua. Por supuesto, los nacionalistas enanos que abundan por España siguen empeñados en perseguir el español y en tan estúpida y dañina tarea seguramente hubieran encontrado una mente comprensiva en Gandhi, al que le fastidiaba mucho que los indios pudieran entenderse en inglés en el futuro. Sin embargo, la realidad no puede ser ocultada por el fanatismo más cerril. Hay lenguas grandes –como el inglés o el español– y otras pequeñas que no deberían nunca sustituirlas por el bien de los ciudadanos. El hindi, lo más cercano a una lengua nacional, tan sólo es conocido por el cuarenta por ciento de la población y resulta lingua ignota en todo el sur de la India. Y es que incluso en el terreno de la comunicación, los indios tienen una deuda con los ingleses, sin cuya lengua no podrían entenderse entre sí.
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