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Razones para matar

La Razón
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Demasiado tardó en matar. Treinta y dos son muchos años. Anders Behring Breivik odiaba a las mujeres, por putas. Odiaba a su hermana por ninfómana y a su madre por haber tenido un herpes de origen sexual «que avergonzó a nuestra familia». Odiaba a su padrastro. Odiaba a los islámicos y a los emigrantes en general, detestaba los valores occidentales. Odiaba a la izquierda y derecha democráticas. Se confesaba masón y atacaba a Benedicto XVI con desprecio y ferocidad. Demasiado odio para mantenerlo oculto para siempre. Breivik era un polvorín andante. Siempre nos preguntamos cómo fue posible, ¡si vivía en una casa rica, si era guapo, si lo tenía todo! Pero Breivik no tenía nada porque no amaba nada. La suya ha sido la vida vacua del que llega a matar al vecino por el tamaño de una ventana (les recomiendo la película «El hombre de al lado», una diagnosis maestra del vacío contemporáneo). Se puede tener muebles de Philippe Starck o Eeero Saarinen y no saber para qué sirve la vida. No sé si Anders Breivik actuó solo o no, pero sí sé que no tiene amigos, todo lo más secuaces de Internet. No sé si está loco o no, pero no me extrañaría. Yo también enloquecería si odiase a todos. Me pregunto cuántos jóvenes bien comunicados por ordenador, vacíos de conocimiento pero saturados de información, destartalados afectivamente, se preparan para matar en las buhardillas de Europa. El caso de Breivik no es un problema de ideas, sino de afectos y razones (o falta de razones) para vivir.