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Regalos vivos por Paloma Pedrero

La Razón
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Mi hija estuvo diez años pidiendo un perro a los Reyes Magos. Este verano, cuando había cumplido ya los trece y después de haber aprobado todo en junio, no tuve ya fuerza para decirle que no y la hice cumplir el sueño. Happy, que así la nombró mi hija desde antes de tenerla, es una perrita de tamaño pequeño, aérea y de pelo rizado gris. Es lista como el hambre y no para de besar con su lengua de sugus. Es un amorcito incondicional y pedigüeño. A mí me tiene robado el corazón, pero también me ha robado tranquilidad. Porque, y es lo que suele suceder, los niños te juran y te perjuran que cuidarán siempre a su animalito pero, pasados los primeros días, lo olvidan. La mía, adolescente perdida, tiene bastante con el espejo y el tuenti. Así que aquí me veo luchando con las dos cachorras a brazo partido, con mi hija para que se comprometa y cumpla sus obligaciones con Happy, y con la perra, para que haga en su sitio todo lo que mi hija no le enseña a hacer. Porque un perro necesita mucho. Además de sacarle a la calle a sus horas, darle de comer, llevarle al veterinario y educarlo para que no destroce la casa, un perro necesita juegos, cariño, palabras… Necesita que cuentes con su presencia día y noche. Y eso es mucho trabajo, energía y responsabilidad. Por eso, en este tiempo de regalos, les recuerdo que no se hagan con un animal si no están en condiciones de atenderlo y amarlo. Las perreras están llenas de perros y gatos tristes e injustamente abandonados. Y es totalmente cierto, ellos nunca lo harían con nosotros.