Actualidad

Llamas de cera (IV) por José Luis Alvite

La Razón
La RazónLa Razón

Aquel hombre rico que veraneaba en su casa de piedra en la isla de La Toja murió hace ya mucho y la distancia en el tiempo favorece el recuerdo amable de su elegante manera de vivir a medio camino entre la soledad y el aislamiento, recluido con cuadros y libros en un silencioso cautiverio casi abacial, rehén de aquellos lentos y refinados modales submarinos en los que a mí me parecía que se desperezaba, como una hidra de lino, la soga del tedio. A veces al levantarse de su sillón de piel se producía en la sala un sonido cóncavo, erudito y deshuesado, como si al eminente cirujano le bostezase en latín el culo. La última vez que le visité con mi padre estaba muy enfermo y nos recibió en la cama, atento y a la vez ensimismado, acaso distraído en la conjetura de la muerte, pero con la entereza y la elegancia de siempre. Le preguntó a mi padre cómo iban «las cosas de ordinario» al otro lado de la puerta de aquella casona casi precintada por la tenacidad de la hiedra. Y gracias a que recuerdo mal, mi padre le dijo algo que nunca olvidaré: «No tengo novedades, doctor. Cada día hay prensa en los quioscos, espuma en las olas y basura en las escobas. No se pierde usted gran cosa. El barco que nos trajo a la isla parte con su quilla el agua como quien cava con un cortaplumas la pulpa de una sandía azul. Está usted muy bien aquí, con sus pinturas, sus achaques y sus libros». El cirujano hizo un gesto de manivela con la mano para que mi padre continuase.Y mi padre concluyó: «Mejórese pronto. Al otro lado de esa ventana le esperamos quienes aún creemos que hay ricos que disfrutan conservando en la mano el tacto remoto de la limosna».