Rusia

La derrota

La Razón
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La magra horterada de Eurovisión es una guerra de la historia moderna que deja saldos de artistas de gorgoritos muertos y proclama vencedores por países. En esta olimpiada de lo macarra y lo kitsch, íbamos a Moscú para conseguir páginas de orgullo barato en los periódicos, que, al cambio, son como los libros de visitas de los restaurantes. Por el empuje, sólo nos faltó ir a pedirle al maitre que nos dejara firmar para dejar constancia de que habíamos participado con un derroche de casta y generosa raza. Lo del sábado fue un campo de batalla universal aunque el ambiente que desprendía el escenario moscovita era de cabaré del Paralelo con el dueño habiendo derrochado una primitiva en luces de neón. Al tono tenuemente marcial y patriótico de la retransmisión de Eurovisión contribuían los comentaristas musicales de plantilla de TVE, que llevan un locutor deportivo dormido dentro. Así, para «Uribarrivisión», venir a gatas de la Rusia fue como «perder por la mínima» en el «siempre difícil campo de Los Cármenes». Esta carrera de cuádrigas en latex comparte la esencia con un reto entre tiples respondonas en el salón de un café decimonónico, de los que pueblan los artículos de costumbres. En frío, el festival no da para emborronar una cuartilla, pero la dimensión del evento ofrece a la pieza el empaque requerido. Del mismo modo que sobre los hombros de una finalista olímpica de ping pong recae absurdamente todo el peso del orgullo de un país, así le ha caído a esta otra Soraya España entera: desde Irún hasta el Campo de Gibraltar. El concurso está adquiriendo dimensiones cósmicas y así habrá llegado hasta la tumba de mi abuela, que, con toca en los hombros, ya maldijo al mundo la noche que perdió Betty Missiego.