Nueva York
La venganza del amante de Bacon
MADRID- Días antes de la inauguración de la retrospectiva que la Tate Gallery dedicó a Francis Bacon, el 1 de julio de 1962, desaparecieron de su estudio dos cuadros. El ladrón entró por la claraboya aprovechando que Bacon pasó la noche jugando en un casino nada recomendable del Soho. Estaba seguro –confesó a algunos de sus íntimos– de que conocía al autor y que éste había estado en su casa. Podría haber sido el que dos años más tarde acabaría siendo su amante, George Dyer, y el modelo que más obras le inspiró. «Quítese la ropa y métase en la cama conmigo. Podrá conseguir todo lo que quiera». Así contaba en público Bacon cómo conoció, en 1964, a «su» ladrón. «Su» ladrón asistía a aquellas sesiones alcohólicas asumiendo su inferioridad, con humillación, pero sabiendo la dependencia que Bacon tenía de ese joven de familia de ladrones, formado en la calle, un producto del East End.
Andrew Sinclair, el biógrafo de Bacon, argumenta que para demostrar que «la vida personal determinaba el ejercicio de la pintura» sólo hay que recurrir a su modelo y amante, sobre el que proyecta todos los temas de su pintura: sexo, muerte, dolor. Pero incluso fue su modelo después de su muerte. Dyer se suicidó en 1971 y lo fue durante años, por lo menos hasta 1974, fecha en la que conoció a John Edwards, otro muchacho formado en el East End que supo mantener la gracia del maestro hasta el final sin quemarse vivo. La última obra con la que quiso conjurar la terrible desaparición de Dyer es la que se subastará en próximo 6 de febrero en Christie's de Londres.
Más que dolor
Con este tríptico concluyen las pinturas sobre su amante, aunque, cuenta Sinclair, nunca asumió su muerte, a pesar de la frialdad con la que recibió la noticia, o nunca estuvo a la altura de lo que supuso realmente su muerte. Ni su vida.
«Love is the Devil» («El amor es el diablo»), película sobre la vida de Bacon (interpretada por Derek Jacobi) basada en entrevistas reales, arranca cuando el pintor entra en el Grand Palais de París, un día de otoño de 1974, para inaugurar una gran retrospectiva de cerca de doscientas obras. Era el momento de su consagración y de la aceptación en Francia de un pintor británico. Dyre se acaba de suicidar en el hotel con un método empleado en otros intentos, un cóctel de pastillas y alcohol, y cuando alguien le dio la noticia ni se inmutó. Advierte su biógrafo que ésta es una versión apócrifa, aunque, esto sí, la exposición se inauguró sin más contratiempo.
De Dyer hay decenas de cuadros (el Museo Thyssen de Madrid conserva «Retrato de George Dyer en un espejo», y el espejo es la pantalla de un televisor), pero tras su muerte insistió. El primero fue «En memoria de George Dyer» y les siguió «Tríptico, agosto de 1972», «Tres estudios de figura en una cama», «Dos figuras con un mono» y el que ahora se subasta, una enigmática composición en la que el modelo aparece en una playa desierta protegiéndose con una sombrilla. El cuadro central es un torso clásico, parece que amputado.
«Ella» no paga
La importancia de este tríptico reside precisamente en el modelo y en todo lo que no cuenta. En 1968, Bacon y Dyer viajan a Nueva York para inaugurar una exposición en la Marlborough, Dyer se empeña en pagar unas copas con unos cultísimos amigos del pintor (entre ellos, John Richardson. «No le hagáis caso –dijo Bacon–. No tiene ni un centavo en el bolsillo». Dyer intentó suicidarse en el hotel, pero Bacon habló de que se ha «susanizado». Sin embargo, quienes le trataron no dudan en definir a Dyer como una personaje que estaba más cerca del caballero que del rufián, de un comportamiento impecable. «La angustia –y, acaso, la culpa– arrancadas a su pincel en sus cuadros conmemorativos en recuerdo de George Dyer nunca hubieran podido manifestarse en su vida diaria, que el pintor dedicaba a vivir», escribe Andrew Sinclair.
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