Barcelona
Padre coraje
«Todas las noches ha go una ronda antes de que me coman las pesadillas en la cama y el mundo se vuelva a tambalear. Voy en esta bicicleta para dar de comer a los gatos de las casas en ruina, de los descampados, de los solares donde hace muchos años que no respira nadie: pongo pienso y agua para todos. El pisito que tengo alquilado en la calle de la Liebre me sirve para guardar la cartelería y los botes de pintura negra; siempre le estoy dando vueltas a la cabeza, buscando nuevas frases que al final acaban siendo las mismas. Escribo pintadas en cualquier esquina de Jerez para que nadie olvide lo de mi hijo Juan, que hoy tendría treinta y nueve años. Sepan ustedes que me cuido de pintar en granito y en mármol porque sé lo que cuesta arrancar de ahí la pintura. Tengo amigos en la empresa de limpieza, pero he pagado unas cuantas multas y estoy dispuesto a pagar las que vengan. Este año, en febrero, me detuvieron una vez más y pasé una noche en la comisaría del Arroyo. Allí estábamos carteristas, mangantes, putas, enganchados y un servidor, que pidió al encargado un cubo con lejía y una fregona antes de echarse un rato sobre una colchoneta con mi trankimazín ya puesto. Llegué al calabozo detenido por la Policía, después de interrumpir el partido que jugaba el Jerez con el Tenerife. Primero, desplegué una pancarta en tribuna pidiendo justicia para mi hijo Juan y, luego, esperé a que el equipo fuera ganando y a que la pelota estuviera en nuestro campo para saltar con el público a favor. La afición no lo hubiera entendido si lo hago cuando vamos perdiendo o empatando. »Fui hasta el centro del campo y coloqué dos claveles. Me acompañaron Vicente Moreno y Caye, luego vinieron los agentes y pasó lo que tenía que pasar...hasta que el juez me dejó en libertad a las tres de la tarde del día siguiente. Para mí todos los días se parecen, son gotas de agua, fechas en el calendario. No tengo que elegir ni los pantalones: abro el ropero y el único color de las camisas o los polos, baratos de mercadillo, es el negro. Siempre voy de negro, visito el cementerio de la Merced; el conserje de allí lo sabe bien, leo la lápida (¿Para las personas sencillas y humildes que todo su afán es ayudar a los demás...¿), de lunes a domingo. Con esas palabras no puedo, se me saltan las lágrimas. Es un problema porque me las sé de memoria y de cuando en cuando se me ponen en la cabeza. Pongo flores nuevas en su tumba y luego voy a la gasolinera de Campsa Red, para comprobar que la pancarta está en su sitio y allí riego unas flores desde la noche en la que Juan le cambió el turno a Bernardino, que tenía problemas con las drogas, y ahora está trabajando en Valladolid, amparado por Repsol. Para mí, el crimen fue un ajuste de cuentas, vinieron a por el otro y se llevaron a mi hijo, 70.000 pesetas, unas botellas de güisqui y unos cuantos cartones de tabaco. Ése es el precio. Me gustaría saber a dónde ha ido a parar aquel perista argentino de Rompechapines, Benito Orlando Cáceres, que tenía allí una casa de tratos en la que se prostituía su mujer y del que me hice amigo diciéndole que le pagaría las deudas que arrastraba esa casa. A través de él conseguí abrir las puertas que me llevaron hasta los asesinos de mi hijo. De aquellos tíos, la Yolanda está en Barcelona, Juan de Dios, el Tapia, que te pegaba una navajá sin pensarlo, y Tarugo, muertos, liquidados por la droga. Dominguín no se sabe por dónde anda, el Peyote... A éstos me los enrrollaba yo dándoles trankimazines que me recetaba el médico, con 40 duros y pagándoles unas cervezas. Fue para que mi hijo tuviera justicia. De madrugada se me pone la tensión a 18, pero yo todavía resisto, tengo que seguir resistiendo...»
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