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«Ser progresista está directamente vinculado al sentimiento de culpa»

La Razón
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MADRID- Nada enardece más a la tribu que contemplar cómo uno de los suyos abandona la trinchera y rasga sus vestiduras ideológicas a la vista de todo el mundo. Esa es la osadía que ha cometido Andrew Anthony con «The Fall-Out» , uno de los ensayos más polémicos del año que acaba de terminar. Tras presumir durante cuatro décadas de impecables credenciales progresistas, el periodista del dominical británico «The Observer» se formuló una pregunta tan sencilla como desconcertante: «¿por qué pienso lo que pienso?» Y su respuesta le dejó perplejo: en muchas ocasiones, su fe progresista era un mero amasijo de clichés, prejuicios y traumas sin resolver.

Como en tantos casos, el detonante de su crisis fue el 11-S. Mientras sus camaradas reaccionaban ante la matanza con hierática displicencia, él notó cómo su virginidad ideológica se quedaba tan chamuscada como el World Trade Center. De repente, la cantinela izquierdista de que EEUU es el mayor peligro para la seguridad del planeta empezó a sonarle hueca. Y, con su despensa política bajo mínimos, se vio forzado a reconstruir desde cero su identidad como «liberal» en su acepción inglesa: algo así como el típico «progre» español.

El resultado es un adictivo ensayo que recurre a pinceladas autobiográficas para cuestionar, uno por uno, los pilares más sólidos del pensamiento progresista, desde que la delincuencia se debe sólo a la pobreza hasta que el multiculturalismo es la vía más eficaz para garantizar la cohesión social. La reacción de la izquierda no se ha hecho esperar: le han llamado reaccionario e incluso racista, pero él se lo toma con filosofía. «Lo llamativo es que por recalcar los principios de la democracia liberal a uno le tachen de fascista», explica. «Pero eso sólo demuestra hasta qué punto resultaba necesario un libro como el mío».

-En el subtítulo de su ensayo, usted se autodescribe como un «progresista culpable». ¿Por qué opina que el sentimiento de culpa resulta tan importante en la ideología progresista?

-Porque, al menos en Gran Bretaña, ser progresista suele estar vinculado directamente a padecer un sentimiento de culpa por provenir de una cultura privilegiada. Yo no nací sintiéndome así: de hecho, mi familia era bastante humilde. Sin embargo, para ser un progresista con todas las de la ley tuve que absorber esta sensación de culpa, que forma una parte fundamental de este ideario.

-Pero, ¿por qué opina que la culpa es tan peligrosa? Igual sirve para que seamos conscientes de nuestros privilegios y que nos sintamos agradecidos…

-En efecto, si la culpa te lleva a ser crítico con tu sociedad y tolerante con las otras culturas, puede ser beneficioso. El problema es cuando la culpa se convierte en tu única referencia, el único filtro que utilizas para ver el mundo. Así, acabas asumiendo que, ocurra lo que ocurra, Occidente es responsable. Y, por extensión, que sus enemigos tienen razón, por muchas atrocidades que cometan. Este análisis es la base de gran parte del pensamiento progresista occidental.

-¿Cuándo descubrió que era un «progresista culpable»?

-Fue un proceso muy largo. Con los años, me fui dando cuenta de que había elementos del ideario progresista que me rechinaban. Sin embargo, mi instinto me decía que los dejara pasar, que no tratara de resolver mis conflictos internos. Entonces llegó la catarsis del 11-S y la reacción de la izquierda británica, que me dejó sorprendido.

-¿Por qué?

-Acababa de producirse un acontecimiento de una magnitud inaudita, pero algunos columnistas apenas tardaron horas en proclamar: «Occidente es la culpable, Occidente se lo ha ganado». Ni siquiera esperaron a saber quiénes eran los autores de la matanza: en cuestión de horas, habían decidido que los culpables éramos nosotros. Pero, donde ellos vieron un grito de opresión del Tercer Mundo, yo vi un acto del terrorismo más salvaje. Y, una vez que puse en marcha este proceso, ya no había vuelta atrás: ya no podía dejar de lado los interrogantes que había acumulado a lo largo de los años.

-¿Por qué no los abordó antes?

-Porque en mi trabajo como periodista sabía que había temas incómodos, difíciles de abordar sin que me llamaran reaccionario o incluso racista.

-Como ejemplo de esta autocensura, en su libro relata la vez que hizo un reportaje sobre una agencia de taxis…

-Sí. La mayoría de mis compañeros eran refugiados políticos y lo que más me llamó la atención fue la repugnancia que les producía su país de acogida, pese a que cobraban jugosos subsidios estatales. Sacaban todo lo que podían al Estado, pero lo detestaban con todas sus fuerzas. Sin embargo, preferí no meterme en este tema peliagudo y, en cambio, escribí el típico reportaje de denuncia social.

-Pero ahora ha cambiado de opinión. De hecho, usted decidió escribir su ensayo en plena polémica por las viñetas de Mahoma. Y defiende que la prensa británica debió haberlas publicado.

-Estábamos en plena crisis internacional, con embajadas en llamas y personas amenazadas de muerte, así que el deber de los medios era mostrar el origen de la polémica. Cuando consideras que respetar la sensibilidad cultural es más importante que la libertad de expresión, sientas un precedente muy peligroso. Si cedes en este principio, ¿por qué no meter en la cárcel a alguien por llamar Mahoma a un peluche?

-Pero usted cree que la sensibilidad cultural no fue el factor decisivo en la polémica.

-No. Mucha gente no publicó las viñetas por miedo, no por respeto. No querían convertirse en dianas de la ira islamista. Quizá sea una postura comprensible, pero deberían ser honestos consigo mismos y admitir sus verdaderas motivaciones, ya que dicen mucho de nuestra situación actual…A los progresistas no se les da bien pelearse por sus valores, suelen abandonarlos ante la amenaza de violencia. Pero ha llegado el momento de que aprendamos a defender lo que creemos.

-De hecho, uno de los objetivos de su libro es defender las bondades de la democracia liberal. ¿Por qué se nos han olvidado?

-Porque tenemos la sensación de que Occidente es una fuerza maligna, opresiva e imperialista. Nos consideramos la raíz de todos los males del mundo, así que empezamos a dudar de la validez de nuestros valores. Nos preguntamos: «¿quiénes somos nosotros para juzgar a los otros?» Pero esta lógica nos lleva a situaciones peligrosas, como ocurre con la violencia doméstica. Durante un siglo, acabar con ella ha sido una obsesión del progresismo. Pero ahora, cuando se trata de gente de «otras culturas», les entran dudas: igual no hay que intervenir, igual manejan sensibilidades que no conocemos… Son los peligros del relativismo cultural.

-Usted mismo ha planteado la pregunta: ¿quiénes somos nosotros para juzgar a los otros?

-Separando las ideas del «nosotros». Sean nuestras las ideas o no, ¿merecen la pena? Yo creo que sí. Y, a partir de entonces, cualquiera que piense así forma parte del «nosotros».

-Entonces, ¿diría que su manera de pensar es mejor que el resto?

-Lo que diría es que, al menos, te da los instrumentos para decidir qué es lo mejor. Creo que el Reino Unido ha ganado mucho gracias al intercambio cultural con los inmigrantes, pero este intercambio no funciona si no puedes hablar sobre él. Y, para ello, lo mejor son las instituciones de la democracia liberal. Pero muchas veces los occidentales preferimos no meternos en líos, pensando que los problemas se irán con el tiempo.

-¿No lo harán?

-No. Pensar así es muy prepotente. Es como si creyeras en secreto que tienes razón, pero estás seguro de que la gente sólo necesita tiempo para darse cuenta, así que mejor te quedas callado. Para mí, es mucho mejor decir lo que piensas y dejar que los demás expongan sus argumentos.

-Para ello, primero hay que desactivar el complejo de culpa que usted mencionaba antes. ¿Cómo se logra?

-Lo crucial es preguntarte si la culpa es productiva. Si vas a hacer algo con ella, como reformar las leyes de comercio agrícola para ayudar a África, entonces, estupendo. Pero si la culpa se convierte en una inhibición para expresarte como individuo, para defender tus valores, es contraproducente y tienes que acabar con ella.

-¿Se ha sentido solo tras publicar el libro?

-Al principio, sí. La gente me decía: «Eh, he visto que te has cambiado de bando». Me molestaba, porque estaban malinterpretando mi libro. Pero también ha habido gente que me ha felicitado por decir en voz alta lo que muchos piensan. No digo que mi libro sea la verdad absoluta. Pero sí creo que la gente debe plantearse por qué da por descontadas determinadas cosas, por qué a veces se dice: «Ese es un área complicada, mejor no me meto».