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Vestido para el golf

La Razón
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No tiene la voz prodigiosa de Barbra Streisand, ni la calidez jazzística de Natalie Cole, pero si cenases escuchando a Diana Krall creo que no te importarían en absoluto la compañía o la calidad del menú y, por elevada que fuese, hasta te parecería barata la factura. Me aficioné a ella hace algunos años gracias a su interpretación de «Why Should I Care», una de esas canciones lentas y amargas que ayudan a sobrellevar con dignidad cualquier fracaso. Después de aquello, durante mucho tiempo escuché varias veces cada día su versión de «Love Letters» acompañándose al piano con un formidable fondo orquestal y debo reconocer que mi afición a Diana Krall acabó por convertirse en una verdadera dependencia. Ayer vi su entrevista con Antonio San José en CNN+ y descubrí que la voz casi reservada de Diana Krall era perfecta para interpretar esas obras casi susurrantes con las que Tom Jobin ayudó a reunir la bossa nova y el jazz contando en su día con la colaboración de Sinatra, Stan Getz o Wess Montgomery. A punto de concluir la entrevista, Antonio recordó la figura formidable de Burt Bacharach, uno de cuyos temas –«Walk On By»- fue incluida por Diana en «Quiet Nights», el disco que presenta estos días. Ella aprovechó el pie del periodista y evocó a George Gerhswin y a Cole Porter, hizo una referencia elogiosa a Natalie Cole y agradeció la entrevista con la humildad de una debutante, como si temiese haber sido un estorbo. Concluida la agradable liturgia me senté a escuchar «Love Letters» mientras trataba de ordenar cuatro ideas sobre las que escribir. Pensé entonces que Diana Krall me haría un favor si escupiese de vez en cuando la camomila de su voz en los roncos juramentos de mi garganta. Y también recordé el memorable repertorio de Burt Bacharach y las letras con las que Hal David ayudó a inmortalizar docenas de sus canciones, cuando Diana Krall estaba aún en la escuela y era Dione Warwick quien cantaba aquellas cosas tan hermosas que el bueno de Bacharach componía en el jardín de casa, sonriente, canoso y vestido para el golf, mientras su esposa, Angie Dickinson, se angustiaba con la idea de estar de paso en la vida de aquel tipo alto, elegante y atractivo que incluso podría haber triunfado interpretando al piano las sofisticadas tachaduras de sus canciones.