Coronavirus

Un confinamiento en ultramar (XXI): «El enemigo no es solo el virus»

El desastre sigue, posiblemente no cejará en verano, sufriremos una nueva ola en otoño y no habrá vacuna hasta mediados o finales de 2021»

Daily life in Wuhan after lockdown lifted
Un comercio de Wuhan reparte mascarillas a sus clientesROMAN PILIPEYAgencia EFE

Los números de muertos crecían como un vapor tóxico, pero algunos insistían en la bonhomía de la dictadura. El politburó chino aprobaba fletar aviones con mascarillas, el Gobierno chino enviaba médicos y asesores científicos a Milán, el régimen chino respondía con una celeridad que ya hubiéramos querido en Washington, levantaba hospitales para millones de pacientes, decretaba un cierre de hormigón, a prueba de manifestaciones ochomesinas y mítines en Vistalegre. Hubo quien celebró la filantropía de los sátrapas y quienes, conscientes de que las satrapías sólo favorecen la propaganda y no hay periodismo sin libertad, pusieron en solfa sus cifras. Ya nadie o casi nadie puede creerse sus cuentos. Los índices de mortalidad no encajan, bailan los números y las agencias de espionaje llevan advirtiendo desde marzo que China había maquillado el precio. Lo más probable es que ni siquiera el Gobierno chino sepa el alcance de la epidemia. Como escribió Julian E. Barnes para el New York Times: «Los burócratas de nivel medio en la ciudad de Wuhan, donde se originó el virus, así como en otras partes de China, han mentido sobre las tasas de infección, las pruebas y los recuentos de muertes, temerosos de que si daban números reales y eran demasiado altos serían castigados y perderían sus trabajos o algo peor». No todo tiene que ver con la censura: la falta de pruebas, la dificultad de establecer en tiempo real, con los sistemas sanitarios sobrepasados, la causa de la muerte de miles de personas, el enorme número de enfermos sin síntomas, la evidencia de que no siempre han sido computados los que murieron en casa o en las residencias de ancianos, así como la falta de un criterio único de contabilidad, emborronan las evidencias, más necesarias que nunca, y descontrolan los planes de acción. Pero los males se multiplican allí donde la democracia agoniza o está ausente, con unos regímenes que trabajan antes que nada para emborrachar a la audiencia, intoxicar las cifras y mantenerse en el poder mientras los ciudadanos pagan la fiesta y mueren por miles. España, claro, es una democracia. De ahí que Pedro Alonso, director del Programa Mundial de Malaria de la Organización Mundial de la Salud, haya podido decir en la cadena Ser que «tenemos la tasa de mortalidad por coronavirus más alta del mundo. No hay lugar para la autocomplacencia ni para la autocongratulación.

Esto requerirá ser mirado con detenimiento porque no puede ocurrir por casualidad». No hay lugar, no en un país sano, para el sonsonete de que no es el momento de apurar responsabilidades. El desastre sigue, posiblemente ni siquiera cejará en verano, sufriremos una nueva ola epidémica en otoño y no habrá vacuna hasta mediados o finales de 2021. Resulta imprescindible entender qué sucedió, qué sucederá, en qué podemos mejorar, y «será importante que haya evaluaciones independientes de qué ha ocurrido y por qué ha ocurrido, no con el objetivo de apuntar culpables, sino para que no vuelva a ocurrir». La clase de preguntas, en definitiva, que tienen muy difícil plantear en China. Donde la escritora Fang Wang mantuvo un diario online de la catástrofe en Wuhan, su ciudad, seguido por millones, y que será traducido al inglés. Wang ya ha sido embestido por las cheerleaders nacionalistas y otros peones de la peste roja. En una de las entradas, del 4 de febrero, publicada por el New York Times, leemos que «El enemigo no es sólo el virus. También nosotros somos nuestros enemigos, cómplices en el crimen. Se dice que muchas personas empiezan a despertar, sorprendidas de comprender que no tiene sentido gritar eslóganes vacíos día tras día sobre lo increíble que es nuestro país sin comprender la ineptitud total de aquellos funcionarios que pasan sus días en la política y son incapaces de desarrollar un trabajo real». Cuando un muchacho de 16 años la acusó de propagar bulos y utilizar la pandemia para atacar al gobierno, recuerda que si a ella misma, cuando tenía 16 años, en 1971, alguien le hubiera dicho que «la Revolución Cultural es una calamidad, seguramente lo habría golpeado hasta que su cabeza estuviera cubierta de sangre». Pero el tiempo, ay, todo lo cura y luego lo mata, y «dentro de 10 años, quizás 20, llegará un día en que pensarás, guau, cuán infantil y despreciable fui. Para entonces puede que te hayas convertido en una persona completamente distinta. Por supuesto, si tomas el camino por el que esos ultraizquierdistas quieren llevarte, tal vez nunca obtengas tu propia respuesta».