Columna
Afganistán: infierno y paraíso yihadista
El «apartheid» de las mujeres, las deportaciones forzadas de vuelta al país y la mano de hierro del Emirato talibán siguen sin oposición internacional
Un viejo proverbio pastún, la lengua que, mayoritariamente, usan los talibanes, reza: Kaar pa kawalo kegi (No puedes hacer nada sin hacer nada). Parece una obviedad, pero si se aplica a la situación que se vive en Afganistán desde el retorno al poder del Emirato yihadista, su sabiduría ancestral sirve para evidenciar cómo el mundo ha decidido que ya no vale la pena luchar por los derechos de un pueblo sometido a una teocracia que ha establecido un apartheid contra las mujeres y mata a placer sin consecuencias, y al que hasta se le ha robado el derecho a huir, como prueban los miles de afganos que languidecen en los campos de refugiados de Grecia, o el más de un millón que Pakistán está expulsando de sus fronteras para mandarlos de vuelta al infierno del que escaparon.
La ONU calcula que, en los últimos cuatro meses, alrededor de medio millón de personas han sido forzadas a volver a Afganistán desde que, en septiembre, el Ministerio del Interior pakistaní puso en marcha el Plan de Repatriación de Extranjeros Ilegales, a través del cual se describen los procedimientos para la deportación forzosa de los afganos refugiados en su país y que se aplicará, hasta febrero del año que viene, en tres fases: «Primero los nacionales indocumentados, seguidos por los titulares de la Tarjeta de Ciudadano de Afganistán y, finalmente, los que tengan la Prueba de Registro nacional».
Teniendo en cuenta que, en 2021, ACNUR emitió «un aviso de no retorno a Afganistán», el cual fue renovado en febrero de 2023 y pide expresamente «la prohibición de las devoluciones forzadas de ciudadanos afganos, incluidos los solicitantes de asilo cuyas solicitudes han sido rechazadas», el éxodo instaurado por el Gobierno de Islamabad es un nuevo crimen contra gran parte de un pueblo cuya lista de agravios, masacres, indefensión, falta de apoyo internacional, olvido mediático y diplomacia envenenada que pocas veces les beneficia, es tan inacabable como insufrible y avergonzarte.
Volver a Afganistán significa regresar al agujero negro donde desaparecen las libertades. La versión extremista del islam que profesa el Emirato solo contempla la vida pública, el trabajo y la educación para los hombres. Mandar de vuelta a ese millón de personas, así como los casi 40 millones de habitantes que residen en el país, es meterlos en una máquina del tiempo que los lleva a una visión medievalizada de la realidad en la que Dios, y sus pocos representantes en la Tierra, casi siempre designados por ellos mismos, tienen un poder total sobre los ciudadanos que gobiernan, a los que pueden encarcelar, torturar o asesinar con total impunidad. Un mundo donde la Ley divina y la justicia social son como agua y aceite flotando en un charco de sangre, sobre todo para las minorías como el pueblo Hazara, cuya persecución a gran escala sigue aplicándose por todo el país.
El 80% de los que están obligados a regresar son mujeres, niños y niñas cuyo futuro estará determinado por su género. Los hombres que vuelvan, al igual que los que se quedaron, y que tengan relación con la fallida República islámica o sus aliados extranjeros, se enfrentarán a un futuro incierto y lleno de persecución. Muchos serán asesinados, tal y como viene sucediendo desde que la bandera blanca del Emirato ondea en los minaretes.
Los talibanes están más preocupados por su relación con Dios que por una economía devastada, un desempleo masivo, una crisis social y educativa sin precedentes, todo ello enmarcado en las constantes sequías y los inviernos de avalanchas, los terremotos que dejan miles de víctimas y las pocas infraestructuras en pie totalmente inservibles, mientras la hambruna empeora hasta el punto que los más pobres venden a sus hijos en los mercados de Herat, Kandahar o Kabul. «29 millones de afganos necesitan asistencia humanitaria, y 17,2 millones de personas, el 40% de la población, luchan por satisfacer sus necesidades alimentarias básicas», según OCHA.
En lo que respecta a España, los más de 4.000 millones de euros gastados, la pérdida de más de un centenar de vidas, entre civiles y militares, el olvido de los afganos que nos ayudaron y que permanecen sin visado en Pakistán, o el hecho de que dos de los todopoderosos ministros del actual régimen, Abiullah Mujahid y Sirajuddin Jallaloudine Haqqani, estuvieron implicados en el ataque contra la embajada española del 11 de diciembre de 2015, en el que suscribe fue el único reportero español presente, casi no ocupan ningún espacio informativo o de debate. Esa página de nuestra historia ha sido pasada y no es muy brillante así que, con suerte, caerá en manos de los historiadores futuros, a la vez que, como el resto de los países de la Unión Europea que participaron en el conflicto durante más de una década, seguimos asistiendo a la injusticia más grande del mundo contra las mujeres, y el resto del pueblo afgano, sin mover un dedo para evitarlo.
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