Francia

Infiltrada en la mezquita de Seine-Saint-Denis

Una reportera se introduce en el corazón de una mezquita del islam radical que respalda abiertamente al Estado Islámico. Esto es lo que vio y escuchó.

La hora del rezo en una mezquita de Reims a donde acudía uno de los hermanos Kouachi, que perpetraron la masacre contra la revista «Charlie Hebdo» a principios de año. Los ataques de enero fueron un terrible preludio de la cadena de atentados del pasado 13-N, con la que los yihadistas cierran un año de horror
La hora del rezo en una mezquita de Reims a donde acudía uno de los hermanos Kouachi, que perpetraron la masacre contra la revista «Charlie Hebdo» a principios de año. Los ataques de enero fueron un terrible preludio de la cadena de atentados del pasado 13-N, con la que los yihadistas cierran un año de horrorlarazon

Una reportera se introduce en el corazón de una mezquita del islam radical que respalda abiertamente al Estado Islámico. Esto es lo que vio y escuchó.

Sylvain: la tentación de la yihad

Hace una noche calurosa y la mezquita de Seine-Saint-Denis está abarrotada. El ramadán concluye pronto y los musulmanes rezarán hasta el amanecer la «noche del destin». En el escenario, el espacio está reservado a las mujeres y cada centímetro de alfombra está ocupado. En la planta baja, la sala de los hombres está también saturada. La noche de oración se prevé larga. El rito lo dirige un servicio de orden consagrado (hombres o mujeres) que invita al público a instalarse en el exterior del edificio, sobre varias alfombras colocadas sobre el asfalto, en plena calle, para escuchar la oración y el sermón. Al micrófono, el imán se limita a hablar del libro santo y a agradecer a los fieles sus oraciones. Nada inquietante...

Sin embargo, ellos están allí. Como suelen estar siempre, diferenciados de los otros, agrupados entre ellos: los salafistas, estos musulmanes integristas reconocibles por su apariencia –los pantalones enrollados por encima de los tobillos, chilaba (esas largas túnicas abotonadas hasta el cuello) y barba ostensible. Exactamente como Sylvain los ha descrito. Son discretos, no se mezclan con otros grupos. Hablan mucho entre ellos, pero muy bajo, porque son prudentes. Sylvain tiene sólo 20 años. Es un chico guapo. De pelo rubio y ojos profundamente azulados, el joven cuenta cómo se convirtió al islam hace algunos meses en esta misma mezquita. Bastaron unas palabras pronunciadas por el imán en un árabe que Sylvain aún no puede comprender para que el joven se integrara en una nueva comunidad. En poco tiempo, Sylvain, en busca del sentido de su vida, encontró en el islam la respuesta a sus preguntas. El joven ha sido rápidamente guiado y corregido en su camino por los que aún llama «los hermanos», los que podían percibir su fragilidad, aquella de un muchacho desocupado, hijo de una madre soltera y abrumada en una ciudad como Seine-Saint Denis, con una mayoría de amistades musulmanas. «Dejé la escuela a los 16 años, no tenía trabajo y tuve que arreglármelas en la ciudad, hice varias tonterías para conseguir dinero y estuve tentado por varias cosas... El islam es una especie de frontera en mi vida o un ángel de la guardia que me susurra a la oreja que no me deje tentar. He visto lo peor y lo mejor de esta religión. Lo peor, aquellos que llegan a convencerte de mandar tu vida a la mierda por una ideología... la suya».

Sylvain confiesa no ir a la mezquita para evitar encontrarse con esos grupos de jóvenes barbudos. «Ellos conocen la zona, saben que he estado espiando a los camellos del barrio y siguen presionándome para que, como ellos dicen, encuentre el camino correcto. Lo que quieren que haga, eso no es el islam. Afortunadamente, esto es algo que he comprendido antes de que sea tarde».

Una pareja pasa tan cerca de nosotros como para poder escuchar nuestra conversación. El hombre, de cabeza rapada, barba poblada y de complexión similar a un armario, nos observa. La mujer, una silueta cubierta por completo de negro, parece desafiarnos con la mirada a través de su niqab (velo integral). Como respondiendo a la orden, Sylvain se paraliza y no vuelve a decir una palabra. En sus ojos se puede adivinar el miedo. Miedo de hablar en un barrio en el que todos le conocen. Miedo también de tener que elegir entre dos bandos: el tráfico de drogas, que conoce tan bien, o el de la yihad.

Louise, su madre, ha asistido impotente a la transformación de su hijo. «La ciudad en la que vivimos ha cambiado de rostro durante los últimos años. Hay cada vez más barbudos; las chicas, sobre todo las más jóvenes, se cubren el rostro cada vez con más frecuencia, de vez en cuando incluso integralmente. Las leyes de la República ya no se aplican aquí. Son ellos quienes imponen las leyes. Y a los ojos de jóvenes un poco marginados, como mi hijo, son la élite, el ejemplo a seguir». Sentada en la terraza de un café parisino, Louise fuma de forma nerviosa un cigarrillo tras otro mientras relata su infierno: la trayectoria delictiva de su hijo y su repentina conversión en apenas un año. «Fui ingenua creyendo que la religión le ayudaría... Últimamente me ha hablado de un grupo de hombres que se reúnen en la mezquita después de que un predicador organiza oraciones en una casa con jóvenes adoctrinados y frágiles como mi hijo». La madre de Sylvain relata la influencia que tiene este predicador y sus discípulos en todos los asuntos de la ciudad y sobre todos los antiguos delincuentes. Louise habla de violencia, de intimidación, de lavado de cerebro y de los viajes organizados a Egipto por este mismo predicador: «Sylvain se fue un mes. No tengo ni idea de qué les obligan hacer allí. Pero tras su regreso, no era el mismo. Se dejó crecer la barba, comenzó a a llevar chilaba, pasaba el tiempo frente al ordenador viendo vídeos de propaganda yihadista. Mostró su alegría por los atentados de enero en París... Comenzó a insultarme durante todo el día por no querer convertirme. Me llamaba infiel y fornicadora. Era completamente delirante. Donó todas sus cosas y llegó a hablar incluso de marcharse a la guerra en Siria. Pasé mucho miedo». Louise contactó varias veces con la línea especial que puso en funcionamiento el Ministerio del Interior. Todavía reniega de los servicios del Estado que, según ella, no respondieron a su angustia. «Si mi hijo no se fue a Siria es porque, en un arrebato integrista, cometió la estupidez de quemar su pasaporte. He logrado con éxito retomar el diálogo con él gracias a los miembros de una asociación que trabaja para desradicalizar a los jóvenes».

Leila: la desradicalización imposible

Leila era una activista en la sombra. Ella explica cómo utilizó los servicios de otros «barbudos» como cortafuegos para establecer contactos con jóvenes como Sylvain, en proceso de radicalización. «Frente a este fenómeno», explica Leila, «utilizar la religión es a menudo el único método de retomar el diálogo con los jóvenes completamente manipulados que no escuchan nada más que a sus iguales». Sylvain ha renunciado ya a sus proyectos de la yihad, muchos otros se han marchado y la joven ya ha tirado la toalla. El día después de los atentados del 13 de noviembre en París, Leila montó en cólera. «El pasado mes de enero contactó conmigo una mujer cuyo marido había sido radicalizado. Ella sólo temía por sus dos hijas pequeñas. Pero, sobre todo, la mujer me había contado con insistencia los ‘‘delirios’’ de su marido a propósito de atentados simultáneos en la capital. Después del viernes, no he podido dejar de pensar en lo que me contó aquella mujer aterrorizada y me siento invadida por un sentimiento de fracaso e impotencia».

Leila afirma estar agotada tras meses de compromiso con la juventud radicalizada y sus familias, y por las largas noches sin descanso. «Tengo la impresión de que los servicios de la Policía no me entienden, de que estoy sola, como aquel día de marzo de 2015 cuando me contactó un hombre que había regresado de Siria unas semanas antes. Formaba parte de la policía del Estado Islámico en Raqa (la capital del califato) y logró entrar en Francia con el objetivo de reclutar a jóvenes. Este individuo particularmente peligroso contaba con una ficha ‘‘S’’ (categoría que reserva la Policía francesa a las personas que suponen una amenaza potencial para la seguridad del país). Consiguió entrar en el país y me llamó para quedar conmigo porque sabía lo que estaba haciendo. Fue surrealista. Me encontré de pronto en un café cerca de la plaza de la Nación, en París, enfrente de este tipo y tratando de adivinar si llevaba un cinturón explosivo. Los agentes de Policía esperaron afuera del establecimiento el final de nuestro encuentro para detenerle. Nunca he sabido si lo que quería era intimidarme o rendirse. ¿O puede ser que las dos cosas?»

Aida: «En Raqa, la capital del EI, los franceses se sienten como en casa»

Para Aida, una refugiada siria que lleva viviendo en Francia varios meses, la cara del terror es joven y es francesa. Aida escapó de Siria la primavera pasada. Una de las cosas que más le impacto, según relata, fue la presencia de franceses en la capital «de facto» del autoproclamado Estado Islámico. «La segunda lengua más hablada después del árabe en Raqa era el francés», explica la joven, «hasta los carteles de los comercios se escriben en francés y en árabe». Aida se muestra especialmente preocupada por el trato de favor que reciben los yihadistas franceses por parte del Estado Islámico. «Para el Estado Islámico, se trata de una vitrina para suscitar la conversión en Europa. De hecho, se creen con todo el derecho de vivir como reyes a espaldas de la población. Ellos nos saquean, se hacen con nuestros hogares, instalan a sus familias y las nuestras se convierten en esclavos. En las calles de Raqa, el EI siembra el terror y los (yihadistas) europeos y franceses son a menudo los peores. Por ello estaban particularmente celosos. Amenazan y golpean a las mujeres si no ocultan su rostro correctamente con el niqab o si tienen la mala suerte de hacer ruido con los zapatos. Es absurdo, pero incluso el ruido de los tacones de una mujer puede ser considerado un pecado».

La joven relata con un flujo ininterrumpido de palabras los abusos que presenció en Siria. Aida asegura no comprender que todos estos jóvenes procedentes de Francia, tierra de los derechos del hombre y de la libertad, lleguen a abrazar la causa de una organización bárbara. Aunque ya ha huido de un país en guerra para refugiarse aquí, confía también su inquietud. «En Raqa se instalan familias enteras que llegan de Francia a Siria pensando que es la tierra prometida. Pero en Raqa, sus niños no van a la escuela. En su lugar, aprenden a manejar armas y en ocasiones se les integra en campos de entrenamiento. Transforman a los niños en monstruos. Pero lo que es peor que eso, es que se trata de vuestros hijos. Niños con pasaporte francés que regresarán algún día. ¿Y qué será de una Francia en la que sus hijos han crecido cortando cabezas en nombre de Alá?».