Reino Unido
El día que Johnson manchó con vino Downing Street
Los vergonzosos detalles de las 16 fiestas celebradas en pleno confinamiento hunden la imagen de un “premier” arrinconado
Winston Churchill llegó a decir en una ocasión que “los hombres tropiezan ocasionalmente con la verdad, pero la mayoría de ellos se levantan y se apresuran a irse como si nada hubiera pasado”. Es lo que intenta hacer ahora Boris Johnson con el escándalo del Partygate. Pero la verdad en este caso es tan obvia que sus intentos por pedir que se pase página llegan a resultar ya incluso hirientes para el electorado y parte de sus propias filas.
Los británicos han conocido esta semana el tan esperado informe elaborado por la vicesecretaria de la Oficina del Gabinete, Sue Gray, sobre las fiestas en Downing Street en pleno confinamiento. Lo más relevante no es la confirmación de que, en efecto, se violó la ley. Eso ya quedó probado con la multa que el primer ministro recibió por parte de Scotland Yard.
Lo vergonzoso son los minuciosos detalles de las dieciséis celebraciones organizadas mientras la ciudadanía tenía que respetar estrictas restricciones sociales: vino por las paredes, vómitos, karaokes y gente tan perjudicada por el consumo de alcohol que fue obligada a salir por la puerta trasera. Por si esto no fuera poco, el informe tacha además de “inaceptable” la “falta de respeto hacia el personal de limpieza y seguridad”, lo que hace aún más deleznable el comportamiento de lo que se supone es la élite política de una de las democracias más antiguas del mundo. En definitiva, la imagen del Número 10 ha quedado completamente mancillada.
Johnson justifica su presencia en algunos de estos eventos asegurando que “su responsabilidad como líder” era ir a despedir a los asesores que dejaban sus puestos para “mantener la moral lo más alta posible [en los momentos complicados de pandemia]”. Una explicación cuando menos inverosímil para un político que podría verse obligado ahora a dimitir si finalmente se determina que mintió al Parlamento cuando dijo en repetidas ocasiones que “no se habían roto las normas”.
Los tories se replantean si ha llegado el momento de cambiar de candidato de cara a las próximas elecciones generales previstas para 2024. Johnson no solo se ha convertido en una imagen problemática, sino que además para muchos ha dejado de representar los valores de la formación. El paquete de ayudas para combatir la inflación presentado esta semana, a modo de cortina de humo, con impuestos para las petroleras y más endeudamiento para las ya debilitadas arcas públicas tiene más firma laborista que conservadora.
El Gabinete está más que dividido ante unas medidas a las que Johnson se había negado previamente, pero que ha terminado adoptando, como buen populista, en los momentos en los que se siente arrinconado. Porque el premier es plenamente consciente de que su cargo no está garantizado a medio plazo.
La popularidad de la formación está cada vez más cuestionada. Y el Partygate no ayuda precisamente a limpiar la imagen de una clase política salpicada por varios escándalos. En las últimas semanas, dos diputados conservadores se han visto obligados a presentar su dimisión por razones realmente excepcionales. Uno por ser condenado a 18 meses por agresión sexual a un menor. Otro por ver pornografía en su teléfono en pleno debate parlamentario. Esto obliga ahora a celebrar elecciones en estas circunscripciones con grandes consecuencias para el aún inquilino de Downing Street. Los tories arrebataron el distrito de Wakefield a los laboristas en 2019 por primera vez desde 1931. Por su parte, mantienen el escaño de Tiverton y Honiton desde su creación en 1997.
Pero las encuestas vaticinan que los tories perderán ahora ambos asientos, lo que infundiría un miedo razonable tanto a los parlamentarios del Muro Rojo del Norte de Inglaterra -donde los escaños tradicionalmente laboristas se tiñeron de azul tory en las últimas generales por la promesa del Brexit- como en los de las áreas rurales, clásicamente conservadoras. Perder el apoyo de dos sectores tan estratégicos no augura nada bueno.
El reputado norteamericano Jim Collins, el gran gurú sobre liderazgo, plantea que a cualquier aspirante a líder siempre hay que realizarle la misma pregunta: ¿Para qué quiere el poder? En el caso de Johnson, resulta cada vez más obvio que su propósito como primer ministro no es otro que continuar en el cargo. A muchos les resulta cada vez más complejo identificar una clara dirección moral o incluso política.
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