Análisis
La extraña guerra entre India y Pakistán: el mundo al borde del abismo
Un solo error, como un ataque a un centro de poder, un objetivo civil con numerosas víctimas o una batalla encarnizada, habría bastado para desatar una guerra imposible de contener
La escalada militar entre India y Pakistán en 2025 pudo haber desencadenado una de las crisis más devastadoras del siglo XXI, evocando los ecos de la "drôle de guerre" que precedió al cataclismo de la Primera Guerra Mundial. Aquel término francés, que describía una guerra percibida como “extraña” o incluso “de broma” por su tensa calma inicial, subestimaba la tragedia inminente. En el subcontinente indio, los paralelismos son inquietantes: una combinación de fervor nacionalista, errores estratégicos y la instrumentalización del conflicto externo para sofocar disidencias internas llevó al mundo al filo del abismo nuclear.
Los militares, conscientes del horror que desata la guerra, suelen considerarla el último recurso. Sin embargo, en Pakistán, un régimen autoritario en decadencia optó por la escalada como cortina de humo frente a las crecientes protestas internas. Esta irresponsabilidad, orquestada por el "establishment" militar que detenta el poder real, pudo haber precipitado una catástrofe sin precedentes desde 1945. Por una vez, Occidente coincidió en el diagnóstico: la crisis en el subcontinente ponía en jaque la paz y la estabilidad globales, en un momento en que las grandes potencias redefinen sus estrategias frente al ascenso de China.
Escalada contra los intereses de Occidente
La Administración Trump 2.0, a pesar de sus tensiones internas, desempeñó un papel decisivo. Mientras el presidente Trump se ofrecía como mediador, el vicepresidente J.D. Vance, en un desliz aislacionista, afirmó que el conflicto no concernía a Estados Unidos, declaraciones que, según fuentes diplomáticas, no fueron coordinadas con el Despacho Oval. Trump, con su característica contundencia, llamó personalmente a los primeros ministros Narendra Modi, con quien mantiene una relación privilegiada, y Shehbaz Sharif, así como al jefe del Estado Mayor de las Fuerzas Armadas pakistaníes, principal artífice de la escalada. El mensaje fue inequívoco: la desescalada era imperativa.
Lejos de ser un escenario deseado por Washington, este conflicto complicaba la estrategia estadounidense de contención frente a China, especialmente ante la posibilidad de una ofensiva de Xi Jinping contra Taiwán. La escalada indo-pakistaní beneficiaba únicamente a Pekín, que, a través de su aliado Pakistán —convertido en punta de lanza y proxy—, debilitaba a India, su rival histórico. Tras 78 años de heridas abiertas, odios ancestrales, constantes escaramuzas y cuatro guerras, ambos países se hallaban al borde de un conflicto nuclear. Un solo error —un ataque a un centro de poder, un objetivo civil con numerosas víctimas o una batalla encarnizada— habría bastado para desatar una guerra imposible de contener.
Raíces del conflicto: Cachemira y el terrorismo
La crisis indo-pakistaní, lejos de resolverse con este cese de hostilidades, hunde sus raíces en la partición de 1947, con Cachemira como epicentro, dividida por la Línea de Control (LoC). La chispa se encendió el 22 de abril de 2025, con un atentado terrorista en Pahalgam, Cachemira india, perpetrado por el Frente de Resistencia (TRF), un alias del grupo terrorista Lashkar-e-Taiba (LeT). La masacre de 26 personas, en su mayoría hindúes indios, desató una furia contenida en Nueva Delhi, que respondió suspendiendo el Tratado de las Aguas del Indo, cerrando fronteras y expulsando a diplomáticos pakistaníes. Pakistán, en lugar de cooperar, rechazó las acusaciones y glorificó a los terroristas abatidos con funerales de héroes, exacerbando las tensiones.
India lanzó el 7 de mayo la Operación Sindoor, un ataque quirúrgico contra nueve objetivos en Pakistán, identificados como bases de LeT y Jaish-e-Mohammed (JeM). Con cazas Rafale y Sukhoi Su-30, misiles SCALP, bombas inteligentes HAMMER, drones kamikaze y artillería de precisión, India destruyó instalaciones en Bahawalpur, Muridke y Muzaffarabad. El 8 de mayo, neutralizó sistemas antiaéreos cerca de Lahore, radares, depósitos de armas y centros de mando, minimizando bajas civiles para evitar una escalada mayor. Pakistán respondió con artillería y drones a lo largo de la LoC, impactando Bhimber Gali y áreas cercanas a Amritsar. Aunque Islamabad afirmó haber derribado cinco cazas indios, incluido un Rafale, la prensa internacional desmintió estas afirmaciones, exponiendo la propaganda pakistaní. En la madrugada del 10 de mayo, Pakistán atacó bases militares indias cerca de Nueva Delhi, elevando la tensión a niveles críticos.
Consecuencias regionales y políticas
La crisis indo-pakistaní de 2025 no solo amenazó con desestabilizar el sur de Asia, sino que proyectó una sombra inquietante sobre el equilibrio geopolítico global. En el ámbito regional, la interrupción del comercio transfronterizo afectó gravemente a economías vulnerables como Afganistán y Bangladesh, que dependen de las rutas comerciales que atraviesan el subcontinente. El tráfico marítimo en el Mar de Arabia, un corredor estratégico para las exportaciones de petróleo del Golfo Pérsico, se vio restringido, amenazando con alzas en los precios energéticos globales y perturbaciones en las cadenas de suministro. Este impacto económico no fue un mero efecto colateral, sino un recordatorio de la centralidad del sur de Asia en la economía mundial, donde cualquier inestabilidad puede generar ondas expansivas de alcance planetario.
Más allá de la economía, la crisis avivó nacionalismos exacerbados y conflictos latentes. En India, el atentado de Pahalgam y los posteriores enfrentamientos fortalecieron el discurso del gobierno de Narendra Modi, que capitalizó la indignación pública para proyectar una imagen de firmeza frente al terrorismo. En Pakistán, el régimen militar utilizó la escalada para desviar la atención de las protestas internas, pero a costa de agravar las tensiones sectarias y étnicas, especialmente en regiones como Baluchistán y Khyber Pakhtunkhwa, donde los movimientos separatistas encontraron nuevo impulso. Estos factores internos, combinados con la polarización en Cachemira, incrementaron el riesgo de una fragmentación social que podría desestabilizar aún más la región.
El espectro de un conflicto nuclear, lejos de ser una hipótesis teórica, se convirtió en una posibilidad tangible. Tanto India como Pakistán poseen arsenales nucleares significativos, con capacidades de segundo ataque que garantizan una destrucción mutua asegurada. Un estudio del Instituto Internacional de Estudios Estratégicos (IISS) estima que un intercambio nuclear limitado entre ambos países podría causar decenas de millones de muertos directos, además de un invierno nuclear que devastaría la agricultura global y contaminaría los ríos del Himalaya, fuente de agua para cientos de millones de personas.
Desde el punto de vista geopolítico, la crisis reforzó las alianzas estratégicas de ambos países, consolidando la división del sur de Asia en bloques opuestos. India fortaleció su vínculo con Occidente, particularmente con Estados Unidos, Reino Unido y la Unión Europea, que ven en Nueva Delhi un contrapeso esencial frente a China. Pakistán, por su parte, se apoyó en China y Turquía, consolidando su rol como proxy de Pekín en la región. Esta polarización complicó la estrategia estadounidense de contención frente a China, que busca priorizar el Indo-Pacífico para contrarrestar una posible ofensiva de Xi Jinping contra Taiwán. La escalada indo-pakistaní, lejos de ser un conflicto regional aislado, forzó a Washington a intervenir diplomáticamente en un momento inoportuno, desviando recursos y atención de su agenda principal.
China, como beneficiaria indirecta de la crisis, vio en el debilitamiento de India una oportunidad para avanzar en su agenda regional. A través del Corredor Económico China-Pakistán (CPEC), Pekín ha invertido miles de millones en infraestructura pakistaní, asegurando su influencia sobre Islamabad. La escalada permitió a China colocar a Pakistán como una punta de lanza contra India, distrayendo a Nueva Delhi de su creciente rol en el Quad (EE.UU., India, Japón, Australia) y otras iniciativas anti-China.
La intervención estadounidense, liderada por Trump, evitó un desenlace catastrófico, pero la crisis reveló la fragilidad del orden internacional frente a conflictos regionales con implicaciones globales. La dependencia de Occidente del petróleo del Golfo, la importancia del sur de Asia en las cadenas de suministro y el riesgo de una escalada nuclear subrayan la necesidad de una diplomacia proactiva para prevenir futuras crisis. Sin embargo, mientras las tensiones en Cachemira persistan y Pakistán continúe utilizando el terrorismo como arma geopolítica, el sur de Asia seguirá siendo un polvorín con capacidad para desestabilizar al mundo entero.
Mediación y desenlace
Las ofertas de mediación proliferaron, aunque no todas fueron creíbles. La propuesta de Irán, un actor que siembra inestabilidad en Medio Oriente, resultó risible en un contexto de tal gravedad. Arabia Saudí, con excelentes relaciones con ambos países, anunció una gira mediadora, pero fue la intervención de Trump la que marcó la diferencia. Con una llamada tajante a ambos líderes, el presidente estadounidense ofreció una salida digna: un alto el fuego total e incondicional que permitió a ambas partes salvar la cara.
Conclusión, un abismo evitado, una tensión latente
De no haberse frenado este ciclo infernal de acción-reacción, el mundo habría enfrentado una guerra nuclear, por limitada que fuera, con decenas de millones de muertos, un invierno nuclear y la contaminación de los ríos del Himalaya, condenando a la región —y al mundo— a décadas de devastación, enfermedad y pobreza. Todo ello, para encubrir las vergüenzas de un régimen militar pakistaní que, disfrazado de democracia, recurre al terrorismo como arma geopolítica.
La comunidad internacional debe condenar sin ambages a quienes promueven, financian o protegen el terrorismo. Esta vez, la humanidad se libró por un margen ínfimo, pero el peligro persiste, latente e inminente.