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Los demócratas, tras la vacuna anti-Trump
La candidatura del ex vicepresidente Joe Biden ha renovado la fe en una formación a la deriva sin líderes claros para tomar el relevo. Pero «es un blanco fácil y Trump sabe que su partido está dividido, le atacarán y matarán su campaña», dice una fuente de la Casa Blanca.
La candidatura del ex vicepresidente Joe Biden ha renovado la fe en una formación a la deriva sin líderes claros para tomar el relevo. Pero «es un blanco fácil y Trump sabe que su partido está dividido, le atacarán y matarán su campaña», dice una fuente de la Casa Blanca.
Lo mejor de los animales políticos es que llegan allí donde no lo hace el programa. Seducen al electorado con un intangible llamado carisma. Lo peor quizá sea el vacío que dejan a su paso. La desertización del terreno no bien ceden el trono a unos aspirantes incapaces de electrizar a los electores. Lo vivieron los demócratas cuando el sureño y seductor Bill Clinton dio paso al robótico Al Gore. Lo están experimentando de nuevo, multiplicado, en ausencia de Barack Obama. El orador más dotado, el analista pluscuamperfecto, el gélido y sobrio ganador de las elecciones de 2008 y 2012, combinaba como muy pocos la solvencia intelectual y el encanto felino, la sobriedad del estadista enemistado con cualquier populismo y la capacidad para enganchar a las masas.
No puede decir lo mismo el que fuera su lugarteniente, Joe Biden, que esta semana anunciaba su intención de competir por las primarias. Senador casi perpetuo, incisivo pero no cáustico, morigerado en las formas, representante casi ideal de eso que ha venido en llamarse el establishment del partido Demócrata, tendrá que espabilar si quiere asomarse al Despacho Oval. Tiene a favor los primeros sondeos, que le dan una ventaja de entre seis u ocho puntos sobre Donald Trump en el supuesto de que ambos compitan. En contra casi todo lo demás. Empezando por la ferocidad con la que Trump ha sabido conectar con las necesidades de la política espectáculo, mientras que Biden parece sacado de un momento menos espídico de la historia, menos influido por las pulsiones necrófagas de las redes sociales o el histerismo de los platós.
Trump, que olfatea la sangre con la voracidad de un escualo y resulta letal cuando caricaturiza, le llama «Sleepy Joe» (Joe el Somnoliento). En la cadena Fox News el periodista Sean Hannity le preguntó por Biden. Trump respondió de un manotazo. Entre la displicencia y el desprecio, dijo que le conoce desde hace años y que, hum, «no es la luz más brillante del grupo, no creo que lo sea, pero tiene un nombre conocido. Ha hecho algunas pequeñas afirmaciones sobre mí, monadas, y habla sobre cómo cree que es el mundo hoy». Antes había insistido en su condición supuestamente narcotizada, adormecida, amodorrada. Subrayó que «no será capaz de lidiar con alguien como el presidente Xi [de la República Popular China]». «¿Cómo puedo explicártelo?», añadió, «es otro nivel de energía y, francamente, de inteligencia». Sus zurriagazos se corresponden con los de Biden y, desde luego, responden a la velocidad con la que avanza la campaña del demócrata, que en tres días ha recaudado más de seis millones de dólares.
El problema de los demócratas, o al menos uno de los principales, es que Biden tiene 76 años. Su gran rival por las primarias, Bernie Sanders, suma 77. Son 153 entre ambos. Si uno atiende a los sondeos por las primarias encuentra que, de media, Biden marcha en cabeza con un 29,3% de aceptación frente al 23% de Sanders y, ya lejos, el 8,3% de Kamala Harris o el 6,5% de Elizabeth Warren. No parece exagerado afirmar que dos dinosaurios, con más trienios en la política activa que casi nadie en Washington, pelean por la supervivencia de su partido. El resto, están muy por hacer y son poco conocidos, aunque desde el alcalde gay Pete Buttigleg a la media docena de candidatos femeninos –como Kamala Harris o Elisabeth Warren– aportan todo lo que los analistas insistían que les iba garantizar el triunfo durante décadas. Multiculturalidad, identidades variadas, atención por los inmigrantes, las mujeres y etc. Hasta que en 2016 y frente a la quintaesencia de todos esos eslóganes, una Hillary Clinton que desafiaba el techo de cristal y quiso presentarse como la adalid de todos los cambios, la realidad arrolló las certezas desplegadas por los consultores a sueldo. Normal que un Trump casi eufórico haya exclamado que «me siento como un hombre joven. Tan joven que no me lo creo. Soy la persona más joven, soy un hombre joven y vibrante. Miro a Joe... No sé qué pensar sobre él. No lo sé...». En la revista «Politico» un oficial de la Casa Blanca ha sugerido que «Biden es un blanco fácil, y [Trump] sabe que el Partido Demócrata está fracturado y que la energía del partido reside en sus activistas. Así que golpear a Biden desde un lado, mientras que los activistas demócratas le atacan desde el otro lado, matará su campaña». El sector cercano a Sanders, mucho más combativo, forjado en el activismo y la guerra de guerrillas, desplegará una tensión casi insoportable contra un hombre que simboliza cuanto odian de su propio partido. Quieren saltar a la yugular de Trump, consideran que tanto Biden como Obama decepcionaron, que Clinton estaba vendida a Wall Street, que el país necesita una revolución. Es muy posible que al igual que en 2016 los demócratas se sobren para alcanzar la carrera presidencial fracturados por la raíz. La última bala para frenar a Trump se les puede ir en liquidar a los suyos. O como dijo Pío Cabanillas, «cuerpo a tierra, que vienen los nuestros».
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