Adiós a Mandela
Preso 46664-Mandela, el segundo Ghandi
El nefando capítulo histórico de la esclavitud y la trata de negros no terminó con la firma tardía del presidente Abraham Lincoln (18 meses después de iniciada la Guerra de Secesión), paradójicamente un republicano enfrentado a los esclavistas demócratas, sino que tuvo que ser resuelto por la fuerza hasta finales del siglo XX pasado, persistiendo aún los flecos clandestinos de la esclavitud laboral de hombres, mujeres y niños asiáticos o indostánicos. Fue una larga marcha que no ha dado sus últimos pasos sobre las alpargatas de la miseria y la explotación anticristiana. Nelson Rolihlahla Mandela, conocido solamente en su clan surafricano como Madiba o Tata, tuvo la inteligencia de descabalgar de la violencia a su partido, el Congreso Nacional Africano, y propiciar lo que parecía imposible: una salida multirracial al «apartheid» mediante el sufragio universal. «Invictus» no es el apelativo de Tomás Gómez, líder del Partido Socialista de Madrid, sino el título de la película sobre Mandela (2009) dirigida por Clint Eastwood y protagonizada por Morgan Freeman y Matt Damon. Muchos se han prendado de la personalidad poliédrica de Nelson Mandela, que se opuso a la rebelión árida del Partido Comunista de obediencia moscovita y luego la preconizó brevemente en sus horas desesperadas y bajas. Algunos criticaron su Nobel de la Paz en 1993 cuando el antaño prestigioso galardón lo han recibido también hombres de armas como Yasser Arafat o Isaac Rabin.
Abogado como el Mahatma (Alma Grande) Ghandi, llevó mucho más lejos que éste el concepto de Satyagraha o resistencia pasiva en una Suráfrica que todavía no es exactamente una nación. Transida su historia de guerras coloniales entre ingleses y holandeses (Boers) y los temibles zulúes, un 80% de población negra permanecía sometida legalmente a un 17% de blancos europeos. El «apartheid» se inició en 1948 y no fue una ley, sino un conjunto de normas que se fueron superponiendo en los años hasta obligar a los negros a marcharse a otra parte. Mandela comienza a despuntar en 1952 con campañas de desobediencia civil promovidas desde su bufete junto a Oliver Tambo, dedicado a promocionar asistencia legal a desposeídos inermes ante los tribunales blancos. En su etapa insurgente, Mandela, que es metodista, se inspira en el Irgún, la rama terrorista sionista, y se hace asesorar por activistas judíos. Hasta las Naciones Unidas le incluyeron en su listado de terroristas más buscados hasta que, perdida su clandestinidad en Suráfrica, fue detenido en 1956 por sabotaje y otros cargos y liberado en 1961, declarándosele no culpable, en una pirueta político-jurídica. Tres años después le condenaron a la perpetua y le convirtieron en el mítico prisionero 46664, primero 17 años en la isla de Robben, y otros diez en dos prisiones distintas. Un total de 32 años de penitenciaría, 27 de ellos consecutivos. Los Gobiernos del «apartheid» ignoraron que la cárcel sería su forja y su leyenda. Hasta Carlos I en Yuste se recriminaba: «Debía haber matado a Lutero». Hubo intención de que muriera: le sometieron a trabajos forzados en una mina de cal de los que sobrevivieron sus pulmones, los que ahora le han fallado a tan longeva edad; le rebajaron a la última clasificación del menguado rango penitenciario y sólo podía recibir una visita y una carta cada seis meses para quebrar su voluntad por aislamiento. Viendo que ni fallecía ni se doblegaba, el servicio secreto surafricano le organizó una fuga de opereta para aplicarle la ley de fugas, pero del criminal paripé tuvo conocimiento la inteligencia británica, que lo desbarató como narra en sus memorias el espía inglés Gordon Winter. La presión sobre un régimen ultrarracista obligó al presidente Frederick Leclerc a liberar a un símbolo mundial e iniciar una transición de tres años hasta convocar en 1994 elecciones libres en las que Mandela fue elegido presidente hasta 1999. Símbolo de su reconciliación fue nombrar vicepresidente a su antecesor Leclerc, un racista recautuchado. La comunidad internacional ayudó a que el acceso a las libertades universales no se convirtiera en una merienda de negros, en un quilombo, en un baño de sangre, pero tomó sus precauciones obligando a Suráfrica a desmantelar su avanzado programa nuclear, dado que nadie quería armamento atómico en el Continente negro. Además de su inmoralidad, el «apartheid» dejó en Suráfrica el mayor número de asesinatos por año y per cápita, principalmente entre la población negra. País riquísimo pero con un 40% de paro, necesitará generaciones para equilibrarse socioculturalmente. Mandela tuvo doce hermanos y se casó tres veces, teniendo seis hijos pese a las dificultades penitenciarias. También acaso por la prisión, fue un prolongado monógamo sucesivo. Se divorció de Evelin Ntoko tras 14 años de matrimonio. De Winnie Madikizela a los 38 años de casados y por sus escándalos político financieros. En su 80 cumpleaños matrimonió con su ahora viuda, Graça Machel, que lo fuera del fallecido ex presidente de Mozambique, Samora Machel. Un lombrosiano advertía ya en un jovencísimo Mandela una serena obstinación en la mirada y unos labios capaces de elevar las mejillas en un gesto de plácida bondad. Le sobraron razones para el odio, pero no lo cultivó y salió de su interminable encierro con la mente limpia de yerbajos. Demostró una vez más que la venganza es una pasión inútil. En el doble atardecer, el del día y el de su vida, pedía escuchar a Händel o Tchaikovsky, tan distantes y distintos como las razas que quiso integrar. Como a Ghandi, la historia no le dejará huérfano.
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