Crisis migratoria en Europa

Un paraíso tras la niebla

Después de semanas de camino y seis fronteras, los inmigrantes llegan a la frontera con Austria.

Son pocos los afortunados que logran salir del campo de Hegyeshalom, en Hungría
Son pocos los afortunados que logran salir del campo de Hegyeshalom, en Hungríalarazon

Después de semanas de camino y seis fronteras, los inmigrantes llegan a la frontera con Austria.

Podría ser el cielo; podría ser el infierno, dice la canción de «The Eagles». Pero no, no es ni lo uno ni lo otro, sino el campo de Hegyeshalom, el último escalón fortificado del primer ministro húngaro, Viktor Orban, antes de llegar a tierras más amables. Tan sólo 5 kilómetros de separación entre los húngaros de rostro hostil y la simpatía sociable de los austriacos. Los hombres con la barba descuidada tienen la mirada de vidrio, ausente. A la mayoría de las mujeres se le han helado las lágrimas antes de derramarse y los niños, embutidos en grandes pijamas, tienen el rostro lívido por el frío. Apenas encuentran aliento para el juego, aunque corretean sin separarse mucho de sus familiares.

Esos semblantes exhortantes, asustadizos y ásperos son imposibles de imitar. Son muchos los kilómetros acumulados. Han cruzado, en tres semanas, no pocas fronteras: Turquía, Grecia, Macedonia, Serbia, Croacia... pero, sin duda, la más triste de todas, la de la derrota, todavía no la han interiorizado. Saben muy bien que la primera regla de la supervivencia es crear un mundo de posibilidades con apenas un haz de luz, o al menos lo intuyen. Adam parece engañosamente frágil. Sus ojos rebosantes de inquietud son distintos a los de muchos otros inexpresivos, abatidos por los kilómetros. Con su hijo Safa, de tres años, cogido en brazos, intenta ganar puestos en la cola. «Soy ingeniero electrónico y quiero llegar a Mú-nich para trabajar en BMW. Salí de Alepo por la guerra y estuve cinco días en un campo de refugiados en Irak. Era insoportable, nos trataban fatal y decidimos arriesgarnos. Pasamos a Turquía y desde allí comenzamos nuestro camino». Adam tuvo que malvender «mi casa, mis muebles y mis ordenadores en menos de una semana para salir de Siria». Mientras su esposa, que hablaba inglés, añadía: «Estamos invirtiendo todo lo que tenemos en nuestro pequeño. Se merece vivir en paz».

No cabe un alma más entre esas vallas carcelarias que han levantado en el antiguo puesto fronterizo. Sin embargo, al compás de las primeras claridades del alba, va llegando, en procesión, una muchedumbre nómada. Los voluntarios de Cruz Roja ofrecen un tentempié a los recién aterrizados, van preguntando su origen, controlan las tiendas de campaña vacías y ubican a los miembros de una familia en ese habitáculo desmontable. Algunos caen sobre el colchón mil veces utilizado y descansan de la fatiga, aunque les gustaría dormir varios días seguidos. No hay mucho más que hacer además de alimentarse bien y armarse de paciencia para intentar salir. Más de tres horas se tarda en recorrer, en filas paralelas de cuatro personas, unos 150 metros de foso. Los sueños empiezan a tomar cuerpo y pareciera que dejan de ser alucinaciones. Todos esperan llegar a Austria, a la que acarician, casi, con la yema de los dedos. Desde el aire, un helicóptero, inservible para las tareas de control, amedrenta, solivianta y mina la moral peregrina de la multitud. Es un mensaje subliminal: no podéis escapar, os vigilamos desde el cielo. ¡Cuidado con propiciar una avalancha! Ése, y no otro, es su cometido. El celo meticuloso de los policías retrasa a conciencia la salida de la improvisada celda. Observan que los documentos de registro estén sellados en Turquía o Grecia. Si no son de esos países, no se considerarán válidos hasta que no cambien las órdenes del Gobierno conservador de Orban. En caso contrario, habrá que regresar al campamento, hasta segunda orden. Y eso es muy mala noticia.

Hay que acostumbrarse a que el Ejército húngaro, en una tarima elevada, se mueva de un lado a otro manteniendo su expresión fija y distante, como la de un estatuario cubierto de polvo. Además portan desenfundadas sus armas reglamentarias, sus chalecos antibalas y sus rostros, tapados con mascarillas por posibles infecciones. La cosa se pone fea; unos podían salir y otros regresaban al interior en función de su documentación. Al salir, la mayoría de taxistas estafadores quieren cobrar 50 euros por persona para un trayecto inferior a cuatro kilómetros. Hasta la estación de Nickelsdorf, se camina entre cortinas de niebla. Los habitantes de este apacible pueblecito acogen con cariño a los que han superado la dura prueba húngara. Florian, un joven espigado, políglota y dicharachero los organiza antes de montarlos en el autocar que les conducirá a a la estación central de Viena. «El pueblo se ha volcado con ellos, aunque tras varias semanas repartiendo comida y mantas, ya estamos un poco cansados. Pero aquí seguimos, regalándoles una sonrisa y un billete para la capital. No es mucho, pero no está mal, ¿verdad?». Es una amarga ironía que de nuevo en la puerta trasera de Europa, como ha ocurrido en la reciente historia, se estén poniendo las condiciones para otro conflicto, en esta ocasión, a cuenta de los asilados de guerras vecinas. Hungría, Eslovaquia, República Checa y Rumanía han votado en contra de acoger a los 120.000 refugiados para repartir. No se sabe si este disenso arrastrará al cielo o al infierno, pero seguro que ambos lugares no son territorios espirituales sino físicos que guardan relación con lo que ocurre en determinadas zonas del mundo. Y los Balcanes son una de ellas.