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El artículo de Carmen Lomana: No podemos resignarnos
No podemos acostumbrarnos a esta nueva forma de guerra, a este terrorismo que planea por nuestras vidas con una cierta inevitabilidad por lo imposible de prever qué recluta en el silencio de internet a asesinos natos y chalados que se radicalizan en la prédica del odio. Para ellos cualquier excusa es válida y estarían dispuestos a matar en nombre de cualquier causa que les dé ese momento de gloria al servicio de su paranoia. El enemigo es el delirio extremista de una teocracia fanática que trata de aprovechar la libertad de una sociedad abierta para liquidarla con nosotros dentro. Sufrir, sí; resignarse, no. La resignación es el vestíbulo de la derrota. No hay medidas balsámicas ni fáciles. Tendremos que dotarnos de elementos de defensa democrática civiles, legales, militares, que nos permitan ganar esta batalla.
Londres es una ciudad que amo profundamente y en la que he vivido los mejores años de mi vida. Un apasionado ciudadano dijo en el siglo XVIII: «Aquel que esté aburrido de Londres está aburrido de la vida». La capital de Reino Unido posee dos atributos que diluyen todos sus males: la energía combinada con una inagotable variedad que puede con todo, y siempre ha sido así. Ha sobrevivido a pestes e incendios que la arrasaron en el siglo XVII. Más tarde aguantó la pacatería victoriana. En el XX plantó cara a Hitler casi sola, posteriormente a las bombas del IRA y ahora al fanatismo islamista. No es fácil doblegar a Londres. Me gusta su tolerancia, cómo ha aguantado a cachorros árabes con sus bólidos horteras y demostraciones groseras de dinero comprando media ciudad sin entenderlo, sin quererlo. Nunca olvidaré escenas en los barrios de Chelsea y South Kensington de Rolls Royce con fantásticos chóferes ingleses uniformados teniendo que aguantar a mujeres vestidas de negro y rostros cubiertos comiendo pollo en el interior del coche y limpiando sus manos en las impecables tapicerías. Eso era humillante desde mi punto de vista, aunque lo soportaban impertérritos, supongo que intuyendo la fantástica propina. Pero no todo vale.
Me gusta evocar el Chelsea de los Sex Pistols y Mary Quant. Ese Londres con su federación de barrios, cada uno con su carácter y con sus calles secretas que terminan en un «cul de sac» que siempre nos sorprende con algún precioso jardín. Europa, la sociedad occidental, no puede seguir con una actitud pasiva. Resignarse es dejar de creer en nosotros mismos. Debemos quitarnos complejos para asumir que ellos son los malos y nosotros los buenos. Necesitamos una democracia más fuerte, firme, más convencida de sí misma, si no queremos terminar como el Imperio Romano.
Hoy no pensaba escribir de terrorismo ni desgracias, pero las circunstancias me han llevado a ello. Mi intención era homenajear a un mito de Hollywood, Hedy Lamarr, la actriz más bella de la historia del cine y la ingeniera que patentó un sistema secreto de comunicaciones, precedente que luego facilitaría la expansión y pondría las bases que nos ha llevado hasta el Bluetooth y el wifi. La técnica de la encriptación conocida como salto de frecuencia. Se acaba de editar en España su escandalosa autobiografía, «Éxtasis y yo» (Notorius). Nacida en Viena, fue la la primera mujer que en la película «Éxtasis» muestra en primer plano el momento álgido del orgasmo femenino con su cuerpo y rostro desnudos de todo artificio. «Femme fatale», políglota, espía y famosa por sus correrías sexuales con hombres y mujeres. Fue mucho más que una estrella de Hollywood. Ella decía: «Soy mujer por encima de cualquier otra cosa», y, por extraño que parezca, su libro no revela el más mínimo detalle de su faceta como inventora.
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