Famosos

Menú árabe y sefardita

Gran viajero y sibarita, el marqués de Griñón ofreció a sus invitados adafina, un cocido de garbanzos, cordero y ternera típico del sabbat; el aperitivo contó con productos de su marca gourmet.

Esther Doña y Carlos Falcó celebraron ayer su boda, dos meses después de casarse por lo civil
Esther Doña y Carlos Falcó celebraron ayer su boda, dos meses después de casarse por lo civillarazon

Gran viajero y sibarita, el marqués de Griñón ofreció a sus invitados adafina, un cocido de garbanzos, cordero y ternera típico del sabbat; el aperitivo contó con productos de su marca gourmet.

Ojalá sea la vencida, ya le toca. Bienaventurados sean por ingenuos, constantes, fieles, obstinados repetidores y por necesitar convivir emparejados. Un caso ejemplar el de Carlos Falcó y Esther Doña. Para él supone el cuarto «hasta que la muerte nos separe» –es un decir–, deseo que ha visto esfumarse en sus matrimonios con la dura Jeannine Girod, que luego estuvo 20 años liada con Ramón Mendoza antes de que la abandonase para engañar a Nati Abascal, que creyó las mentiras del que fuera mejillonero en nuestra «terra galega». Era la antítesis del duque de Feria, su ex. Calculó mal y perdió sin ganar nada. «Ojo, cuidado, Nati», le advertí hasta cansar a «la más», entonces en su apogeo. «Si en veinte años no se casó con ella, menos lo hará contigo», añadí. No me hizo caso y quedó deshecha tras perder la propia estimación con un ser vulgar y charrán con el que no se entendía.

Le tocó luego a la delicada y aristocrática Fátima de la Cierva, madre de Duarte y Aldara, y el aún más raro y disparatado con Isabel Preysler, que le dio a esa Tamara adorada por los medios. Influyó mucho en «mami» y nos la acercó porque la niña, ya más que treintañera, tiene una forma de ser tan natural que parece extraña. Casos así no abundan entre nosotros: almas tan gentiles, prudentes y reservadas sobrellevando con estilo su permanencia de gesto inalterable en el escaparate de la actualidad. Pena que no cuajó su interés por Kike Solís, hijo de la admirable Carmen Tello. Vip por donde se la mire, cautiva a propios y extraños. Cuando uno ve, o más bien padece, lo que ahora circula, abaratado con Albas, Campanarios y demás patulea. Tamara parece un regalo del cielo, en el que no deja de pensar –el claustro aún le ronda–, algo no compartido por su hermanastra Ana Boyer, que heredó la inteligencia y los gestos del que fuera ministro hasta que perdió la cabeza –y los cargos– en pos de «la china», así bautizada por su primera suegra, Charo de la Cueva. La madre de Julio Iglesias nunca la tragó, acaso conocedora de lo que escondía casi felinamente su exótica sonrisa de mirada sesgada. Nunca le perdonó obligar al matrimonio embarazada de ocho meses, un escándalo de entonces. Por eso, distanciando la vergüenza, Chábeli nació en Lisboa.

Y lo mismo diríamos del elegante y obstinado casamentero marqués de Griñón, que no salió escocido de su primer matrimonio, que marcó época por la destemplanza de ella. Con Jeannine tuvo dos hijos, Manolo y Sandra, que ahora se ocupan de lo que nació como una distracción paterna rozando el esnobismo. Tarde descubrió su amor por el vino y los olivos, a los que llegó me parece que del emparejamiento con Isabel. Le funcionó y hoy el tinto Marqués de Griñón se bebe en todo el mundo, codeándose con los Burdeos o Ribera de Duero. Así remontó Carlos la pena amorosa y algún quebranto económico, que su cuenta corriente entonces flojeaba. Preysler solo aportó misteriosa distinción, a la que nadie se resistió –joven, de 18–, se hizo con la sociedad madrileña al tiempo que humillaba al cantante, que no había soñado verla tan encumbrada y hasta recibida por los Reyes de entonces. Lo hicieron de uñas, les costó admitirla. Don Juan Carlos se divertía con ella cuando festejaba sus cumpleaños en el Campo del Moro.

Habemus bodón con doscientos invitados, que ha supuesto el segundo enlace oficial de la pareja. Gran viajero y gourmet, Falcó encargó un menú de origen sefardita, quizá buscando ancestros familiares y recetas olvidadas. Lo abrió adafina, un cocido de garbanzos con cordero, ternera y calabaza obligado en el sabbat, día de reposo de los judíos. Le seguió una lasaña sofisticada hecha con tartar de ciervo con bechamel de gachas manchegas que lleva entremezclado el inimitable queso campesino. Como la comida se las trae, además de un botellín de sal de frutas recurrieron a un postre de naranja, piñones y miel de origen árabe. El aperitivo, igualmente abundante, fue con productos de la marca del marqués: guacamole con perlas de aceite alternadas con cecina sobre pan con tomate salpicado de almendras. Otro atracón alimenticio.

Cantaron Pitingo y Pilar Jurado, que alternó arias con boleros, es así de versátil. Y aunque el marqués es muy del bel canto y tiene palco propio en el Teatro Real, que frecuenta, Esther le hizo conocer estilos más actuales animando su casi ochentena tan bien llevada. Le rejuveneció el guardarropa y parecía criminal verlo sin corbata de nudo inglés, pero, estimulado y juvenil, ya va sin ella a muchos saraos. Él perdió su típico envaramiento y dio a ella una elegancia física al principio inédita. La barnizó con un resultado sorprendente y por eso Rosa Clará la viste habitualmente y hasta tiene amistad con ella. La diseñadora la ayudó a acicalarse cuidando el último toque en ese paraíso natural próximo a Madrid donde se celebró la fiesta.

Sin ínfulas nupciales

Se trata de un macizo y rancio casoplón almenado del XIX lleno de hierro forjado y paredes de cornamentas que conozco bien porque gracias a Rafa Ansón allí me reamigué con Camilo José Cela tras el puñetazo que me dio en Marbella. Le había molestado mi afirmación de que Marina Castaño no podría tener más hijos tras tener dificultades paritorias con su hija Laura. Quiso desmentirlo contundentemente. Lo hizo para sorpresa general y gracias a sus resentidos malos modos logró salir por única vez, Nobel incluido, en la portada de «¡Hola!». Me lo debe, como Esther a Rosa el traje que no pretendía epatar a las cónyuges precedentes. Máxima experta en novias y trajes de comulgar, ideó para ella un vestido largo sin ínfulas nupciales, más bien de ceremonia y baile, recto, de un blanco natural. A él nada le queda mejor que un chaqué en tonos gris perla de los que exigen chistera. Es de los pocos que sabe llevarla como si estuviera en Inglaterra.