Andalucía
Cariño, di hola
El currículo de Manuel Cortés Romero no difiere demasiado del que se le puede afear a cualquier bípedo amamantado por el erario: sacó mal que bien un título sin valor en alguna desprestigiada universidad, se arrimó a un partido, pasilleó con indudable habilidad y comenzó, apenas desprendido de sus dientes de leche, a encadenar cargos de diversa índole gracias a eso que los cínicos llaman «vocación de servicio público». Es decir, tanto da la Concejalía de Obras de un ayuntamiento que la Consejería de Educación de la Junta: para ambas acredita idéntica capacitación, escasísima con tendencia a cero en el mejor de los casos, y el sueldo llega igualmente puntual el 27 de cada mes. Bienvenidos a la nueva política. Lo (poco) que se sabe, sin embargo, de la vida personal de Manuel Cortés Romero parece sacado de un sketch ochentero de televisión, de los tiempos en los que se podía hacer humor sin miedo a arder en una pira. El hombre, tranquilo en su oficina, recibe la visita de una guapísima sinsorga que lo sumerge en una vergüenza oceánica al involucrarlo en la mayor exhibición de frivolidad de la historia política reciente. De Virginia Moreno, realizadora y protagonista de este cortometraje gonzo, podría decirse que actúa con fingida ingenuidad, que la paradoja entre esa impostura y el magnetismo de sus labios curiosones evoca en el espectador un lejano, turbador, aroma de Lolita. Pero no: es que la pobre es así de zopenca y no ha comprendido que la Res Publica es asunto serio, digno del mayor respeto. Se percibe la atribulación del director general del ramo, a quien se intuye al fondo del plano sonrojado como sólo se abochorna un enamorado. La guapura está sobrevalorada y el pudor debería primar sobre estas profesiones públicas de devoción al prójimo. No corren tiempos de contención.
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