Lucas Haurie

Mito (o no) del español cabreado

Con la excusa del Mundial 82, y a pesar de que los «azzurri» jugaban sus partidos de la primera fase en Galicia, una marea de parientes italianos se presentó en Sevilla con el sano propósito de pasárselo lo mejor posible. Jugaba Brasil contra la Unión Soviética en el Sánchez Pizjuán y algunos, que eran militantes del PCI de Berlinguer, trajeron por puro folklore sus banderas rojas con la hoz y el martillo que el decano del clan, un democristiano criado en la parroquia que jamás había sacado los pies del tiesto, empleó para citar al taurino modo a unas monjas en la puerta de un convento: eufórico quizá por sobredosis de fino, al hombre le dio por ahí. Con la Constitución recién promulgada y los socialistas a punto de arrasar en las legislativas de octubre, alguna religiosa con memoria de las persecuciones de los años 30 podría haberse tomado la cosa a la tremenda. Ninguna tuvo reacción distinta a la risa, sin embargo, porque las dos Españas machadianas no querían seguir helándose el corazón, sino que estaban en trance de reconciliarse e incluso bromeaban a su propia costa, según la clásica fórmula del humor: tragedia más tiempo. Vamos para cuatro decenios de aquella inocente gamberrada y la involución es palmaria. Al pobre tío Giorgio, que va camino de los 93 y la semana pasada todavía paseaba a grandes zancadas por el monte, hoy lo habrían querido emplumar por incitación al odio o cualquiera de esas pavadas y los clérigos, o los simples fieles católicos, están continuamente expuestos a que cualquier zascandil a sueldo del presupuesto los veje y acose, hasta el día (cercano) en que alguno pase de las palabras a los hechos. En muchos aspectos, vivimos en un país mucho más desagradable que antes. El español permanentemente cabreado ha transitado del mito a la realidad.