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Madrid

El copista de El Prado que no quiere olvidar a Velázquez

Tras 67 años en la pinacoteca, recuerda cómo la Reina Sofía, Rockefeller y Reagan se interesaron por sus cuadros. Una enfermedad degenerativa afecta ahora a su capacidad de pintar

Antonio Ramírez de los Ríos, «Ríos», delante del cuadro que ha pintado en el taller de la Fundación Vianorte-Laguna / Alberto R. Roldán
Antonio Ramírez de los Ríos, «Ríos», delante del cuadro que ha pintado en el taller de la Fundación Vianorte-Laguna / Alberto R. Roldánlarazon

Tras 67 años en la pinacoteca, recuerda cómo la Reina Sofía, Rockefeller y Reagan se interesaron por sus cuadros. Una enfermedad degenerativa afecta ahora a su capacidad de pintar.

Antonio dejó de ser Antonio cuando cumplió 16 años. Perdió su nombre de pila, pero ganó el de pintor. Cada uno de los 37 cristos de Velázquez que ha creado llevan una firma única, en la esquina derecha, en bermellón, se lee «R. Ríos». Un apelativo que le ha dado fama internacional y que también pronuncian su mujer, Fina, y sus dos hijas. «Nadie le conoce como Antonio, siempre ha sido Ríos», dice Pilar, la pequeña, a la que su padre mira con una sonrisa tierna. En esta familia, de orígenes sevillanos, el arte les ha unido, ha sido y es el epicentro de sus vidas desde que a Ríos le aceptaron como copista en la pinacoteca más importante del país: El Prado. Allí trabajó durante 67 años –lo que le ha convertido en el más longevo–, hasta que en julio de 2017 le empezó a fallar la rodilla.

Lo que podía ser la consecuencia de largas jornadas con el pincel, de pie, frente a su nueva creación –«Entraba a las nueve de la mañana y salía a las ocho», recuerda él– tenía un trasfondo más profundo. A Ríos el cerebro le estaba empezando a fallar. «Su masa blanca se está encogiendo y no envía las señales adecuadas a su cuerpo», describe su esposa, calcando la explicación que les dio el médico para entender por qué al artista su cuerpo podía no responderle como él querría, no sólo le podía fallar la motricidad, sino también la memoria y su capacidad de crear nuevas obras. Pero Ríos no suelta el pincel.

Cada día acude a la Fundación Vianorte-Laguna, «al cole», como dice él. Allí, además de ayudar a su psicomotricidad, también acude al taller de pintura, destinado a recuperar la memoria. Nos enseña la obra que acaba de terminar –lo sabemos porque ya ha rubricado su firma–. Es un paisaje, alejado de los miles de cuadros de Velázquez que recreó durante su vida activa. Sin embargo, oculta una figura con la que deja claro que él sigue siendo el alma del pintor sevillano. «¡A ver si lo encontráis!», nos reta con una sonrisa pícara. En el tronco de uno de los árboles está su famoso Cristo.

Hay un objeto con el que Ríos acude a diario «al cole». Un álbum de fotos al que, a pesar de su grosor, le faltan hojas con las que rellenar casi siete décadas de trabajo. «Empecé a dibujar con seis años y con 16 viajé a Madrid», donde se formó con grandes figuras como Antonio Zambrano. Ellos fueron sus avales para dar el salto al principal museo de España.

Fue en la capital donde también conoció a la que sería su esposa. «Yo tenía 19 años y él 24», recuerda ella, que ejerce de apuntadora. Ella ha sido otro de los pilares de su carrera. Siempre a su lado. «No nos ha faltado de nada, pero alguna vez nos hemos tenido que apretar el cinturón», reconoce.

«Ríos» cuidaba su presencia al milímetro cada día que iba a trabajar. «Yo intentaba que llevara un traje distinto cada día, pero no siempre lo conseguía», ríe Fina. Y añade: «No había día que no me lo trajera de lunares», en alusión a las gotas de pintura que le caían involuntariamente sobre su «uniforme». Lo más importante de su indumentaria era, sin duda, la corbata. «Elegía el color en función del cuadro que estuviera pintando», dice él, mientras saca una fotografía. En ella aparece sonriendo, mostrando uno de los famosos cristos que acababa de terminar.

Ha tenido el privilegio de poder medirse con Las Meninas o las pinturas negras de Goya. Mientras trabajaba en una de estas emblemáticas salas, un visitante, para no molestarle, le deslizó una tarjeta bajo su maletín. «Era Rockefeller, que estaba interesado en sus cuadros», recuerda él risueño. No ha sido el único personaje relevante al que ha conocido. En una visita privada del presidente de Estados Unidos, Ronald Reagan, le pidieron que se quedara –suelen cerrar el museo unas horas para estas ocasiones– y siguiera trabajando. Se le acercaron él y su esposa y quedaron encantados con su pintura. Otra amante del arte y de la obra de Ríos es la Reina emérita. Doña Sofía ha coincidido en cuatro ocasiones con el artista. «Le gustaba mucho el Cristo y llegó a preguntar por él, pero mi marido se equivocó y no supo gestionarlo. ¡Imagina que la Reina hubiera tenido un cuadro suyo!». Él asiente: «Sí, no lo hice bien».

La casa de esta familia ha sido, durante años, un pequeño Prado. Allí recibían a los clientes, la mayoría extranjeros –de Latinoamérica–, y almacenaban las obras que iba terminando. Siempre ha sido un hombre muy confiado y reconoce que «me han dejado a deber muchos cuadros».

A Ríos no se le escapa ninguna técnica. «Puedo pintar de todo. Pero, sin duda, lo más fácil son los artistas abstractos. Es sencillísimo», dice orgulloso. Si tuviera que elegir a un pintor, que no sea su amado Velázquez, «me encanta Caravaggio, pero también me gusta dibujar la sonrisa de la Mona Lisa de Leonardo. Tiene algo especial».

Sus hijas también cuentan con el gen artístico y, aunque Pilar no se dedica a ello, la mayor, María José, ha sido una de sus mejores compañeras copistas. «Es mejor que yo». Orgullo de padre.