Ficción
Revisitando el Madrid de “Historias del Kronen”: un retrato de la “fauna” urbana de los 90
Recorremos junto a José Ángel Mañas los escenarios de su ópera prima cuyo pasaje inicial retrata como pocas obras la ciudad que vivió la generación que asistió al final del siglo XX
Fue William Blake, poeta, quien acuñó el concepto universal de «ver el mundo en un grano de arena». Ahora es un novelista, José Ángel Mañas, quien rescata la idea de aquel verso para analizar su obra con retrospectiva. Posiblemente el autor de Historias del Kronen haya sido el gran damnificado de su propio éxito. Su apoteósica aparición en el mercado literario español a principios de los 90 le puso en el disparadero de críticos y lectores, que colgaron sobre sus veintipocos años el sambenito de autor de culto, representante del «realismo sucio», una etiqueta no demasiado propicia para un autor que empieza. En todo caso, Mañas le debe todo al Kronen, no ignora que aquella novela le permitió ser el escritor que hoy es y, como tal, se siente agradecido y la defiende.
Igual que la visión del universo cabe en un grano de arena, todo Mañas está en su ópera prima. Incluso si quisiéramos retroceder aún más hacia el origen, diríamos que «toda esa novela está dentro de sus primeras páginas». Lo asegura el autor, en realidad, que justifica el tono deslenguado y el ambiente irascible de todo el conjunto, presentes en las dos frases de inicio: «Me jode ir al Kronen los sábados por la tarde porque está siempre hasta el culo de gente. No hay una puta mesa libre y hace un calor insoportable».
Todavía el autor se muestra satisfecho por «la convicción que transmite». Solo unas pocas palabras bastan para que el lector se pregunte por qué un joven está tan enfadado, y además logra recrear «la atmósfera psicológicamente negativa» que impregna toda la novela. Por otro lado, la escena de arranque de Historias del Kronen se ha convertido en icono de toda una generación, pues consigue que sea una fotografía del momento: un bar lleno, minis de cerveza, patatas bravas, conversaciones de altos decibelios… El astuto autor sabe que un grupo de veinteañeros no sólo es la suma de los personajes que necesita para su obra, sino que «la propia pandilla se convierte en personaje colectivo» de la novela, según él mismo apunta.
El primer pasaje transcurre después de un partido en el antiguo bar Kronen (Kronenburg), ubicado en la zona de Diego de León, porque los jóvenes de entonces se reunían para ver juntos el fútbol, una práctica mucho más enraizada en el imaginario del momento que en la actualidad. Así los personajes lamentan el penalti errado de Míchel que les aparta de su esperado baño en Cibeles, discuten sobre dónde acudir después a tomar copas en el emblemático barrio de Malasaña, critican al amigo que se acababa de levantar a fumar y hablan sobre asuntos de un calado que en modo alguno se corresponde con su conocimiento sobre ellos.
Ingenuamente inmortal
Con más ingenuidad que vocación perdurable, Mañas inmortaliza la cultura de ocio en una época muy determinada. Las primeras páginas de Historias del Kronen convocan una fauna característica del Madrid que asiste al final del siglo XX, encandilado por las expectativas de la modernidad y el progreso que encarna la España del pelotazo y, por supuesto, absolutamente ajeno al pinchazo de la burbuja inmobiliaria. La gama de colores estridentes y provocativos de la movida madrileña, que habían sustituido los tonos grises de la dictadura, se iban difuminando en el corazón de la capital. Las drogas, metáfora de libertad y regocijo solo unos años atrás, imponían su crudeza con sus cifras mortales, sus barrios aislados, su periferia social. La cocaína era una trampa: se filtraba entre la clase media-alta para distinguirse del caballo, vinculado al lumpen quinqui y malhechor. Pero no era cierto. El polvo blanco era tan adictivo como pernicioso y es, lamentablemente, también protagonista de una época.
«Lo curioso es que nadie lo estaba viendo», se sorprende Mañas tres décadas después. Aquel postadolescente supo retratar con una personalidad arrolladora el universo nocturno de la capital, adelantándose a los mejores narradores del momento. ¿La fórmula? Sencilla: destriparlo desde dentro. En lo que dura un verano, el autor del Kronen encara la novela como un «semidiario» en el que, simultáneamente, vive y después escribe. Así subyace esa sensación de inmediatez que se cierne sobre todo el conjunto, posiblemente una de las claves de su éxito.
La habilidad para los diálogos y esa manera aparentemente sencilla de narrar los movimientos –«Creo que estamos en la Castellana, aunque no veo muy bien por dónde vamos porque me cuesta trabajo levantar la cabeza. Ahora torcemos por Cuzco y nos metemos por Capitán Haya»– consigue que comparezca en todo momento ese aire desasosegante, tan característico de la novela y de aquel tiempo. Mañas considera que la literatura alcanza las más altas cotas cuando no se describe con palabras, sino cuando son los acontecimientos que se cuentan los que introducen al lector en el contexto.
Además, el autor supo incluir la tensión que necesitaba la novela, deliberadamente abandonada a lo vertiginoso. El nihilismo de Carlos, el protagonista, ejerce de contrapunto con frases como esta: «Si bebieras más y pensaras menos, dirías menos bobadas». El objetivo era, según el autor, «potenciar en el personaje de Carlos toda la negatividad». Nada parece tan adecuado como incluir esa actitud en un joven de clase media-alta sin apenas expectativas de futuro que vive cada día como si fuera el último, obvia todo tipo de responsabilidades y sus inquietudes culturales se limitan a cuatro libros que ha leído y cinco películas que ha visionado. No pretende ser nadie, y sin embargo se cree más listo que cualquiera. No es que su caso fuera paradigmático de aquella realidad, pero desde luego su planteamiento es altamente sugestivo.
«Kronen tiene una valentía que posteriormente he podido perder. Si llego a saber que se iba a leer tanto, habría quitado la mitad». Así de contundente se muestra el autor de la novela más representativa de lo que algunos llamaron la Generación X, junto a autores como Ray Loriga o Juan Bonilla, que bebieron de las influencias punk anglosajonas derivadas de la literatura propuesta por Douglas Coupland o Raymond Carver. Se trataba de convertir escenas cotidianas del entorno más tosco en material novelable, aunque Mañas también se acerca al realismo de posguerra y traslada su crudeza a la contemporaneidad, el presente de entonces. Por eso rememora a Chéjov cuando decía que «para ser universal, habla de tu pueblo». Madrid era su casa, su zona de confort pero también de desenfreno, y lo escogió como ring para batirse en duelo con lo que sería su primer proyecto literario. José Ángel Mañas, que hoy se define como «madrileño, madridista y madrileñista, por ese orden», radiografió el Madrid de los 90 como nadie, y como todos supo que la primera escena de su primera novela «tenía que ser una patada en la puerta» porque no deja de ser «una carta de presentación». Lo consiguió, de veras, sin saber exactamente cuál iba a ser su destino.
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