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Gastrochic

Emi, entre rarezas anda el juego

Visitamos el proyecto de Rubén Mosquero con una bodega dirigida por Millán, uno de los mejores sumilleres del mundo

Rubén Hernández Mosquero, cocinero y Miguel Ángel Millán, sumiller, del Restaurante EMI Gonzalo PérezLa Razón

Los trajes de chaqueta del equipo son diseño de Lander Urquijo y en la de Miguel Ángel Millán destacan unas sutiles alas bordadas preciosas, un símbolo evocador, que hizo suyo durante su época en DiverXO, «porque lo que deseo es que volemos juntos», explica uno de los mejores sumilleres del mundo, según en The World’s 50 Best Restaurants, quien dirige una bodega con 1.000 referencias y unas 3.000 botellas y es el autor de una selección de vinos en el que destacan esas rarezas que en pocos destinos es posible catar. Emprendemos con él un pequeño viaje por Champagne al paladear tres de estilos diferentes. El primero, Krug Grande Cuvee Brut, edición 172, para degustar el kombu crujiente con calabaza, tofu ahumado y anguila del Delta del Ebro. Antecede a un nigiri «raro como yo», dice el chef, un gim bugak con arroz, algas fritas y gambitas. En la copa, uno, esta vez, «lleno de potencia y extremadamente mineral»: Dhont Grellet Le Bateau Cramant Vieilles Vignes Grand Cru Extra Brut 2019.

Pero vayamos por partes. Les cuento. Emi, situado en el 64 de Gaztambide, es el proyecto de Rubén Hernández Mosquero, quien regresa tras más de una década en cocinas como Noma (Copenhague), Minibar by José Andrés (Washington) y Atomix (Nueva York). Nacido en Extremadura, en Reina (Badajoz), pero criado en Alcobendas, se considera un hombre muy feliz a quien le apetecía inaugurar en un destino gastronómico internacional tan potente como es Madrid. Lo asegura segundos antes de reconocer que si en esta edición no llega la estrella Michelin, «sí le gustaría obtenerla porque a mis padres les haría ilusión y al equipo, también». Preguntado por las dificultades que conlleva dirigir un concepto como el suyo, asegura que las cosas se tuercen «si lo haces mal. Espero que las personas que he contratado, cuando se vayan corrijan lo no les ha gustado. Aquí, quiero que los horarios sean mejores a los que yo he tenido». Para mantenerles contentos, el restaurante cierra los domingos y lunes con el objetivo de conciliar.

Cierto es que el espacio impresiona al primer vistazo por la calidez que transmite y la altura de los techos, de casi seis metros. Al opinar sobre el diseño, lo que tuvo claro eran las dimensiones de la cocina, especialmente grande para dar de comer a 12 clientes en cada servicio, acomodados en una barra anchísima, más las ocho personas que escojan el reservado: «Minibar y Atomix, donde no cabíamos en la cocina, tienen barra, pero siempre intentas no copiar. De Frantzén, en Suecia, he cogido algún detalle, porque me encanta lo que hacen», señala al tiempo que confirma que vuelve para exponer lo aprendido durante los 16 años que ha estado fuera, «no para reivindicar la cocina extremeña».

Rubén estudió en la Escuela de Cocina del Alabardero (Sevilla), hizo las maletas en 2012 rumbo a Japón, a su vuelta formó parte del equipo de Eneko Atxa, en Azurmedi, se fue a Noma en un principio para tres meses, pero se quedó y ahí comenzó su periplo. ¿Qué se va a encontrar el comensal en el plato? Preguntamos: «La idea es hacer los platos de mis experiencias con producto nacional. Piensa que los nórdicos hicieron un tratado que, básicamente, copiaron de la Nueva Cocina Vasca. Es decir, empleamos producto local, de temporada, jugamos con las estaciones y dejamos que hable el producto». Lo asegura al continuar con el tartar de ciervo con mostaza coreana, puerro frito y lentejuela, que aporta frescor. Plato con mucha técnica en el que destaca un arriesgado y acertado juego de sabores y texturas. Sorprende la intensidad del caldo de tupinambo con hierbabuena, tanto como el amontillado «extremadamente antiguo, que escoge Millán para que «el vino y el plato se retroalimenten», de Equipo Navazos La Bota de Amontillado, nº 109, «Bota Punta».

Riesgo sabroso

El desfile de sorpresas continúa con el tartar de lomo de atún con caviar y escabeche de mejillón, la ensalada coreana con pez limón, uvas de mar, pera nashi y rábano y con el flan salado y caliente coreano con foie, caldo de pato y chantarelas. Ponemos sobre la mesa el eterno debate sobre la vida del menú degustación, el suyo compuesto por 14 elaboraciones a disfrutar en entre dos horas y media y tres: «Cada comensal marca su ritmo, porque el tiempo es lo único que no vuelve y cada experiencia debe ser diferente», prosigue el chef, quien interactúa con el comensal y le encanta. Queremos que se sientan como en casa, porque este no es un lugar encorsetado», apunta sabedor de que este «es uno de los negocios con peores márgenes, pero los números salen estando encima de la gestión. Septiembre está yendo muy bien, pero éstos están hechos más de cara al año que viene». Enseguida, toma la mesa el abalón con huevos de caracol y una riquísima y potente salsa de costilla, el ciervo con colinabo encurtido y curry de bogavante y el besugo con kimchi blanco, calamar y panceta, que armonizamos con el vino más buscado de EE UU, procedente de California, de Napa: Kongsgaard Chardonnay 2020: «En Dinamarca, hacíamos elaboraciones osadas, como el caramelo de oso, pero era para provocar. La filosofía debe ser: pruébalo y luego decides. La idea es hacer cosas que pueden chocar, deben estar sabrosas». Por ejemplo, también los dos postres: su versión de las fresas con nata, con tomate y yuzu, y el caramelo de algas con boletus y nueces.