Discurso de Azaña
“España ha dejado de ser católica”
El 13 de octubre de 1931, Manuel Azaña pronunció un discurso en las Cortes donde planteaba dar solución “a la implantación del laicismo del Estado con todas sus inevitables consecuencias”
Las agresiones laicistas que se iniciaron el 11 de mayo de 1931 y que provocaron incendios y destrucciones de iglesias, conventos, bibliotecas, escuelas y obras de arte en Madrid y varias provincias sirvieron de contexto a los debates constitucionales en los que se iba a abrir hueco una cuestión religiosa que, de esta manera, había quedado irreversiblemente «problematizada».
Pero antes ocurrieron dos sucesos particularmente relevantes en relación con el episcopado. El obispo de Vitoria, Mateo Múgica, había adquirido relevancia en medios republicanos porque el 6 de abril difundió unas disposiciones prohibiendo a sus diocesanos votar a las coaliciones comunistas, socialista republicana, republicano socialista y radical. A pesar de que, una vez consumada la imposición del nuevo régimen, publicó una circular de acatamiento a los poderes constituidos, finalmente el ministro de la Gobernación, Miguel Maura, ordenó el 17 de mayo al gobernador civil de Álava que acompañase al Prelado hasta la frontera de Hendaya. Al día siguiente, el ministro informaba en una nota que dicha salida se había producido en vista del «carácter eminentemente político» que daba el obispo a sus visitas a las parroquias; visitas que se había negado a suspender cuando así lo había pretendido el citado Ministro.
Poco después, el arzobispo de Toledo, cardenal Pedro Segura, actuando en nombre de los metropolitanos, elevaba al presidente del Gobierno provisional una exposición de los agravios que se venían haciendo a la Iglesia. El 13 de junio, Segura regresaba a España desde Roma, a donde se había trasladado coincidiendo con la «quema de conventos», con posterioridad a la publicación de su Carta Pastoral. Al acercarse el 14 a Guadalajara, fue detenido e incomunicado y por orden del Gobierno se le conminó a salir por la frontera que eligiera, protestó que no saldría sino a la fuerza. Y así lo hicieron, por lo que fue expulsado de España por Irún.
El 30 de septiembre, el ministro de Justicia, de los Ríos, anunciaba con visible satisfacción que el Papa había admitido la dimisión del cardenal Segura como Arzobispo de Toledo, además el Gobierno sostenía que dicha reacción le daba la razón y que los documentos incautados al vicario general de Vitoria, Justo Echeguren, eran de tanta seriedad que habían sido decisivos para provocar la reacción romana. El 14 de agosto le habían sido requisados en la aduana de Irún unas circulares enviadas por el Cardenal a todos los obispos españoles y un dictamen jurídico del abogado Rafael María Lázaro, sobre el modo de poner a salvo los bienes pertenecientes a la Iglesia.
Pronto habría ocasión de constatar el alto coste de este triunfo. Ese espíritu conciliador y hasta acomodaticio por parte de las instancias diplomáticas de la Iglesia iba a encontrar, como única respuesta, la plasmación en el texto constitucional de la política sectaria promovida por un Gobierno que encontraba en el laicismo agresivo el elemento unificador de unas izquierdas divididas por otras cuestiones.
El presidente Niceto Alcalá-Zamora había tratado de imponer una propuesta gubernamental más moderada y aceptable para la mayoría pero, finalmente, se optó por la línea más radical de la que se hizo portavoz el ministro de la Guerra, Manuel Azaña, en un discurso pronunciado en las Cortes el 13 de octubre. Su punto de partida era que las leyes, y más aún las leyes fundamentales, tienen que ajustarse a las realidades sociológicas de la nación y no al revés, para que el aparato del Estado pueda funcionar con normalidad. La transformación radical del Estado que reclamaba Azaña para que este fuera capaz de servir a las realidades vitales pasaba por la solución de tres grandes problemas, el de las autonomías, el problema social y «este que llaman problema religioso y que es, en rigor, la implantación del laicismo del Estado con todas sus inevitables y rigurosas consecuencias» (textos de Azaña cit. por Quintín ALDEA VAQUERO, «La segunda república: acatamiento y tensión» en: Quintín ALDEA; Eduardo CÁRDENAS (dirs.), Manual de Historia de la Iglesia. X. La Iglesia del siglo XX en España, Portugal y América Latina, Barcelona: Herder, 151-157).
Para Azaña existía en España un problema político-religioso cuya solución pasaba por la creación de un Estado laico que corresponde a una sociedad a la que aplica esa misma consideración. «España ha dejado de ser católica», luego el Estado debe ajustarse a esa realidad sociológica: a sociedad laica, Estado laico.
«Cada una de esas cuestiones, señores diputados, tiene una premisa inexcusable, imborrable en la conciencia pública, y, al venir aquí, al tomar hechura y contextura parlamentaria, es cuando surge el problema político. Yo no me refiero a las dos primeras, me refiero a esto que llaman problema religioso. La premisa de este problema, hoy político, la formulo yo de esta manera: España ha dejado de ser católica, el problema político consiguiente es organizar el Estado en forma tal que quede adecuado a esta fase nueva e histórica del pueblo español».
A continuación exponía la prueba de su premisa, es decir la negación de que la sociedad española fuera católica. Y para ello recurre a una serie de razonamientos de carácter historicista.
«Para afirmar que España ha dejado de ser católica tenemos las mismas razones, quiero decir de la misma índole, que para afirmar que España era católica en los siglos XVI y XVII. […] Por consiguiente, tengo los mismos motivos para decir que España ha dejado de ser católica, que para decir lo contrario de la España antigua. España era católica en el siglo XVI, a pesar de que aquí había muchos y muy importantes disidentes, algunos de los cuales son gloria y esplendor de la literatura castellana, y España ha dejado de ser católica a pesar de que existan ahora muchos millones de españoles católicos creyentes».
Azaña apela al Imperio romano, cristianizado oficialmente por la Iglesia a pesar de los millones de paganos que quedaban en él, para acabar concluyendo que «el Estado se conquista por las alturas», es decir por la cultura. Para él, en definitiva lo que cuenta «no es la suma numérica de creencias o creyentes», sino la voluntad del que está en posesión del poder. Aquí Azaña tiene que hacer una pirueta que le permite olvidar su punto de partida (la tesis de las realidades vitales) y reclamar la transformación del Estado español «de acuerdo con esta modalidad nueva del espíritu nacional», o sea, del espíritu laicista.
En la parte del discurso que hace referencia a las órdenes religiosas se comprueba cómo en la mente de Azaña y de sus correligionarios no se concebía que en el «laicismo de Estado» se pudiera dejar en absoluta libertad civil a las instituciones eclesiásticas. «Estado laico» para Azaña significaba no sólo un Estado aconfesional, sino el Estado que protagoniza una actividad laicista, es decir, positivamente descristianizador y antirreligioso.
«Nosotros dijimos: separación de la Iglesia y el Estado. Es una verdad inconcusa: la inmensa mayoría de las Cortes no la ponen ni siquiera en discusión. Ahora bien ¿qué separación? ¿Una que deje al Estado republicano laico y legislador los medios de no desconocer ni la acción, ni los propósitos, ni el gobierno, ni la política de la Iglesia de Roma? Nosotros tenemos, de una parte, la obligación de respetar la libertad de conciencia; pero tenemos también, de otra parte, el deber de poner a salvo la República y el Estado. Hay que tomar un principio superior a los dos principios en contienda, y éste no puede ser más que el principio de la salud del Estado. Criterio para resolver esta cuestión: tratar desigualmente a los desiguales; frente a las Órdenes religiosas no podemos oponer un principio eterno de justicia, sino un principio de utilidad social y de defensa de la República. Pensad que vamos a realizar una operación quirúrgica sobre un enfermo que no está anestesiado y que en los embates propios de su dolor puede complicar la operación y hacerla mortal; no sé para quien, pero mortal para alguien».
Y es aquí donde se demuestra, como en pocos lugares, la falacia que se escondía tras la primera parte del discurso: para los republicanos el Estado era elemento esencial en su obra de secularización y no habrían de renunciar a esta herramienta esencial para desterrar a la Iglesia de toda presencia social e instaurar un laicismo que no era simple neutralidad sino militantemente anticatólico. De haberse mantenido Azaña en los límites estrictos del aconfesionalismo o en una imparcialidad jurídica que dejase espacio para el normal desarrollo de la vida de la Iglesia, tal vez no se hubiera evitado el enfrentamiento en el terreno de las ideas pero no parece que se hubieran creado alguna de las condiciones que provocaron la tensión de los años posteriores. Por eso se ha podido decir que este discurso representa un ejemplo de la irreductible intolerancia del laicismo español y nos puede servir como ejemplo de cómo se llevaba a cabo en aquella República la secularización. Del resultado de aquella operación quirúrgica sobre un enfermo sin anestesiar (utilizando la expresión del propio Azaña) podrían dar fe, pocos años después, los miles de católicos martirizados entre 1934 y 1936 y el propio carácter de contienda religiosa que revistió la Guerra Civil.
Aprobado el artículo veintiséis, Maura anunció que abandonaba el Ministerio y, en la mañana del 15 de octubre, se supo que Alcalá Zamora había presentado la dimisión de la jefatura del Gobierno. Treinta y siete diputados se retiraron del Parlamento y descargaron sobre el resto de la Cámara la íntegra responsabilidad por el resultado de la discusión. Prolongado arbitrariamente el período de vigencia de las Cortes Constituyentes con posterioridad a la aprobación del texto constitucional, la mayoría socialista-republicana permitió aprobarlas leyes que, unidas a las disposiciones del Gobierno, vienen a poner en práctica el programa laicista previamente diseñado. Podemos citar la disolución de la Compañía de Jesús, el divorcio, la supresión de las clases de religión y, sobre todo, la Ley de Confesiones y Congregaciones Religiosas (Gaceta de Madrid, 3- junio-1933) que mereció la intervención del papa Pío XI en su Carta Dilectissima Nobis sobre la injusta situación creada a la Iglesia Católica en España.
Los incendios de iglesias y edificios religiosos continuaron aún durante mucho tiempo y se hicieron especialmente frecuentes en los años sucesivos, al tiempo que los asesinatos de sacerdotes, religiosos y seminaristas cometidos por los revolucionarios en octubre de 1934 demuestran, una vez más, que la persecución religiosa no fue consecuencia de la Guerra Civil y sí, con toda certeza, una de sus raíces históricas.
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