Opinión
Más que Abundio
La muerte de un ser humano reclama la crítica misericordiosa y el elogio desmedido. Algo así se ha producido con motivo del fallecimiento de Enrique de Montpezat, Príncipe de Dinamarca por su matrimonio con la Reina Margarita. Para mí, que era más tonto que Abundio. Ha llegado el momento de rebajar al pobre Abundio de la cumbre del escalafón sansirolé. Montpezat se casó con la futura Reina de Dinamarca cuando era un joven e impetuoso francés, perteneciente a una familia noble. Ha vivido, luchado, combatido y conspirado con el único objetivo de ser Rey consorte, y ni su mujer, ni su hijo y heredero, ni los daneses se lo han consentido. Cada vez que recibía la negativa a su solicitud, se refugiaba en su castillo del sur de Francia y contemplaba con la tristeza anclada en su mirada el divertido deambular de sus caracoles.
Montpezat no supo imitar al duque de Edimburgo, ni en sus formas ni en su rebeldía. A Edimburgo lo de ser Rey consorte o no, siempre le ha importado un bledo. Y su rebeldía se ha limitado a las lógicas travesuras que todo hombre tiene que cumplir para sobrevivir al lado de una mujer ejemplar y aparentemente lejana. Montpezat no tenía clase ni estilo. Se comportó como un niño malcriado que no sabe agradecer sus privilegios. Siendo un buen productor de caracoles le hicieron almirante honorario de la Marina de Dinamarca, y tampoco le satisfizo la consideración. Confundía un remo con un poste de la luz. No quería ser un «príncipe florero». Deseaba compartir con su mujer la cumbre del Reino, pero los daneses siguieron a lo suyo, sin hacerle caso. Ya en la decadencia física, y después de la decimoctava negativa a su solicitud, se lo soltó a la Reina: «No quiero que me entierren contigo. Sólo lo autorizaría si me nombras Rey Consorte». Se lo dijo a su mujer y lo declaró a la prensa posteriormente: «La Reina me toma por tonto. Si quieren que me entierren a su lado tiene que nombrarme Rey consorte. Y punto». Pues eso. Punto final. La mitad de sus cenizas se esparcirán en la mar de los viquingos, y la otra mitad en los jardines privados del Palacio Fredensborg, que tampoco son unos jardines para tirar cohetes.
Hay monarquías en las que los consortes masculinos son Reyes y en otras no superan el tratamiento de príncipes. Desigualdad de género. Porque ellas sí se convierten en Reinas. Pero en el Reino Unido, Dinamarca, y Holanda, el marido de la Reina es príncipe, y no hay tu tía. En España, hasta el momento, la Reina hace Rey a su esposo. Recuerden al Rey Francisco de Asís, el denostado marido de Isabel II, a quien los poetas dedicaron versos humillantes relacionados con el tamaño. «Y Don Francisco de Asís/ sacando su minga muerta,/ al amparo de una puerta/ lloriquea y hace pis», rematado cruelmente por el ingenio de Manuel del Palacio, el gran satírico de entresiglos. «Paquito Natillas/ es de pasta flora/ y orina en cuclillas/ como Su Señora».
Pero ser Príncipe de Dinamarca no está nada mal, y hay que adaptarse a las normas y las circunstancias. Montpezat, por poner un ejemplo, no ha tenido que detener un taxi en cuarenta años para volver a su casa, y menos aún en un día de lluvia y frío, muy frecuentes por aquellos lares. Tendría que haber sido más equlibrado en sus pretensiones. «No seré Rey Consorte, pero tampoco tengo que esperar en la parada de taxis cuando nieva». No hay mal que por bien no venga, o a caballo regalado no le mires el diente, como diría Beatriz Talegón.
Dinamarca ha respirado y amanecido más sosegada. No tengo inconveniente alguno en enviar mi más emocionado pésame a la Reina Margarita con motivo del fallecimiento de su esposo, pero mucho me temo que no lo va a leer, de tal modo, que me ahorro la molestia. Ha muerto un tonto que se casó para ser Rey y no lo consiguió. Más que Abundio, escrito con herida sinceridad.
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