Opinión
Fahrenheit 451
En pos de la memoria histórica los socialistas de la última hornada se han propuesto invocar a Fahrenheit 451, la temperatura a la que arde el papel; y de esta manera, en una de sus propuestas al Congreso, pretenden sancionar con «la destrucción, borrado o inutilización los libros, archivos, documentos (y) artículos» en los que se justifique el franquismo. Que no les guste este último lo comprendo porque a mí me pasaba ya lo mismo cuando Franco estaba vivo. Pero de ahí a quemarlo todo, incluyendo los soportes materiales de aquel régimen autoritario, va un abismo. Me explico: escribí mi tesis doctoral sobre la política industrial de lo que por entonces, al final de los años setenta, se conocía como «primer franquismo»; y para ello manejé un montón de documentos elogiosos para quienes la habían concebido y ejecutado. Sin tales papeles mi trabajo habría sido imposible y, seguramente, si a algún poder le diera por arrasarlos, entonces los historiadores del futuro se quedarán sin referencias para conocer el asunto que cautivó mi interés.
Ocurre que, en esto del franquismo, como en el de otros asuntos políticos, el balance histórico nunca es blanco o negro. La zona gris resulta mucho más extensa de lo que parece, seguramente porque una gran mayoría de la población española apoyaba –en los más de los casos, de manera tácita– el régimen de Franco. Hasta el punto de que, cuando se murió debidamente torturado por su yerno en aquella cama del Hospital de La Paz, esa misma mayoría se convirtió en demócrata de toda la vida. Pero no se trata de criticar a nuestros coetáneos porque algunas razones prácticas tenían para ello.
Por ejemplo, el nivel de vida había subido mucho –con Franco vivo se extendió poderosamente la clase media– y funcionaban además las pensiones y la sanidad pública, la educación se había reformado, las desigualdades regionales se habían atenuado y, aunque la Renfe siempre llegaba tarde, las carreteras soportaban bastante bien a aquellos españolitos con su seiscientos. Incluso, los magistrados de trabajo sentenciaban casi siempre, como ahora, en favor de los obreros. Esto era lo malo del franquismo: que los que nos quejábamos por la falta de libertades éramos pocos en comparación con aquella enorme masa de españoles satisfechos.
¡Qué le vamos a hacer! Guste o no, la historia tiene esos recovecos, esas contradicciones, esos claroscuros. Y cuando se estudia o se recuerda, deja siempre un regusto de insatisfacción. Esperemos que, con la propuesta del PSOE, tal resabio no desaparezca mientras que, como escribió Ray Bradbury, «los libros se elevan en chispeantes torbellinos y se dispersan en un viento oscurecido por la quemazón».
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