Opinión
Sin lacito
La guerrera Marta Rovira se ha presentado como una ternerilla asustada ante el juez Llarena en el Tribunal Supremo. Su Señoría, y de ello ha dado fe la cupera Boya, es un hombre justo, equilibrado y extremadamente cortés. Sucumbió ante los llantos de Carmen Forcadell, cuando le reconoció que su único afán era estar junto a sus nietos. Y le concedió la libertad sometida a una fianza de 100.000 euros, que abonó en menos de veinticuatro horas la ANC o el Omnium Cultural o quien fuera. Carmen Forcadell es una de las grandes responsables del Golpe de Estado contra España y su Constitución, pero tiene nietos. También los tenía el teniente coronel Tejero, o el comandante Pardo Zancada, con una retahíla de hijos detrás y que se sumó al Golpe del 23 de febrero de 1981 cuando todo estaba perdido. Tengo a don Ricardo como el ejemplo del señor que se obliga a su palabra y surge cuando la derrota es un hecho consumado. Carmen Forcadell se comportó con la cobardía de los melancólicos descentrados. Y Marta Rovira se ha presentado ante el juez sin el lacito amarillo. Como si la ostentación de ese lacito fuera delito. Como si la visión de ese lacito fuera causa para que el juez endureciera sus conclusiones. Todo es consecuencia de la excéntrica cobardía del separatismo catalán. Ante el juez, el lacito cae al suelo, como el camisón de Ava Gardner cuando irrumpía en su habitación del «Pierre» de Nueva York Frank Sinatra. Sucede que ni el juez Llarena pretende ser Frank Sinatra, ni Marta Rovira se parece a Ava Gardner, a quien yo tuve la suerte de conocer en mi infancia, y a medio paso estuve del acoso que hoy me llevaría al penal de Santoña.
Si el lacito amarillo se lleva como si fuera una parte más del cuerpo, la vestimenta o la piel del independentismo, lo lógico y respetable sería que el lacito hubiera amarilleado la estancia de la sala del Tribunal Supremo. A mi señor abuelo, el chequista «Dinamita», que obedecía al convulso canalla de Gálvez –cuyo nombre la mala abuela Carmena quiere homenajear en una lápida con las identidades de asesinos y asesinados–, le desjarretó su chaqueta por negarse a resignar de su ojal una insignia con la Bandera de España. Y esta Rovira, aterrorizada, se desprende del lacito amarillo, cuando al juez lo que menos le importa es el lacito, amarillo, rosa, azul, negro, o naranja. El juez de un sistema democrático, libre e independiente, no decreta el ingreso en prisión de ciudadano alguno por la exhibición de un lacito. Pero esta hortera de ERC, ésta cobarde de ERC, ésta llorona de ERC, ésta perversa manipuladora de ERC, que no tiene como Carmen Forcadell edad para ampararse en sus nietos, se ha quitado el lacito amarillo para no acumularlo a la correntía, la colitis y la gastroenteritis que el porvenir en la cárcel advierte a sus bravuconadas independentistas. Marta Rovira es una estercolada más del pesaroso «Proceso» que ha sucumbido por su fragilidad jurídica, su imposibilidad constitucional y su diarrea imparable. El juez Llarena le ha impuesto una fianza de 60.000 euros. A la Forcadell, que necesita a sus nietos, 100.000; a Rovira, que no tiene nietos, 60.000. La cosa va de nietos y sobrinos. Pero se me antoja injusta la diferencia del total de la fianza. Una y otra, han sido colaboradoras íntimas y constantes para culminar un golpe de Estado en España. Una ha puesto a sus nietos como diana de la misericordia, y otra se ha quitado el lacito amarillo de la solidaridad con los golpistas encarcelados o huidos. No son nada. No son nadie. Son pelos lacios y rizos ensortijados, unos y otros paletos, abrazados a la consternación de la pública cobardía y el mayor de los ridículos.
Y se dejó en casa el lacito.
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