Opinión

Ligón

Antaño, existía un prototipo de hombre que ilustraba anuncios de «vuelve el hombre», con pantalones vaqueros estrechos de entrepierna. Un hombre entre mil, que diría Salomón. Una especie de Pablo Abraira 2.0, que se ha presentado a OT. Sentimental como el protagonista de una vieja canción en la que él se quejaba de haber tropezado con una mujer fatal sobre tacones de aguja con motor fueraborda, que lo convertía poco menos que en una lima de uñas, pese a ser él un macho Alfalfa. Un tipo que fumaba como un murciélago, si los murciélagos pudiesen permitirse un vicio tan caro. Con una melenita suelta y un bigotazo de los que ya no se encuentran ni en la India. Los ojos penetrantes, abismales. Un galán maduro convencido de que, sólo por desearlo vehementemente, sería capaz de atraer a las mujeres como si en vez de un tío desesperado por ligar fuese un príncipe azul ultramarino. Antes, el madurito ligón miraba intensamente desde una esquina de la barra del bar, persuadido de que con su poder mental cautivaría a las titis. Era un clásico. Está en vías de extinción. Como las especies más fascinantes, no soporta bien la globalización. Este tipo de hombre reconcentrado, agobiado y apasionado, era carne de pub, de barra de cuchitril, de mesa esquinada en el fondo de una discoteca con ceniceros rebosantes y cubatas de colores irreales a medio babear. El ligón de mirada insondable ya no tiene que salir a la calle para cumplir su propósito de emparejarse en plan noctívago con alguna tía buena: ahora tiene una App para gente que busca caña. Ya no se camufla entre las luces de los antros de la noche, aprovechando la confusión. Hoy, este ejemplar busca sus ligues entre la petardez anónima de Internet. Se ahorra una pasta en copas. Las que pagaba a sus posibles conquistas, pero sobre todo las que consumía él mientras miraba a las mujeres como el mago David Copperfield intentando hipnotizar a una cebra para obligarla a respetar los semáforos... El ligón maduro ensimismado era una fuente de ingresos segura, que mantenía alta la demanda de consumo interno. Es una lástima, pero la globalización está acabando con la biodiversidad. Sobre todo, en los bares. (El mundo va a peor, carajo).