Opinión

Moni, Moni

Mónica Lewinsky, con veinte años de retraso, se ha apercibido de los abusos de Bill Clinton, y plenamente inmersa en el movimiento «Me Too» ha denunciado al ex Presidente por abusar de su poder para aprovecharse sexualmente de ella. Se trata de un apercibimiento retardado y con numerosas lagunas. Así que ordenó Clinton a su jefe de seguridad: –Encontrad a la becaria Mónica Lewinsky, y por las buenas o por las malas me la traéis al oval porque antes de recibir al senador MacKormick quiero que me haga un liviano chupachups–. Y los malvados agentes buscaban y buscaban entre todas las becarias a la pobre Moni Moni, y ante su estupor le decían: –Señorita Lewinsky, el Presidente desea que usted proceda a practicarle un liviano chupachups con anterioridad a la cita que tiene concertada con el senador MacKormick–. Y la pobre desdichada, inocente y pura como la azucena a sus 22 años de edad, trémula y zolliposa, contestaba: –No es necesario que me acompañéis. Me conozco el camino a las mil maravillas–. Y pasaba lo que tantas veces pasó.

Hay acciones que adquieren el nombre de sus más significados protagonistas. Hacer un «Hannover» consiste en no acudir al oficio religioso de una boda y presentarse a la cena y el baile. También hace un «Hannover» el que acude a dar el pésame a un funeral con anterioridad a su inicio, y después del emocionado abrazo a los deudos, toma el camino del bar más cercano para compartir la copa con otros «hannoverianos». Un «Forcadell» consiste en mentir al juez y llorar ante Su Señoría refiriéndose a los nietos. Un «Iglesias», en desear públicamente azotar hasta la exhibición hemorrágica a Mariló Montero.

Y un «Lewinsky» es la manera elegante de referirse al chupachups. Mónica Lewinsky lo practicó con asiduidad y entusiasmo durante su estancia en la Casa Blanca, y presumía de ello. Ahora, pasados veinte años, se ha enfadado una barbaridad con el chupado, que no entiende su cambio de actitud, por cuanto era ella la visitadora voluntaria al despacho oval.

No es actividad nueva. En una tertulia posterior a una corrida de la Semana Grande de San Sebastián, el escritor castizo y costumbrista y gran crítico taurino, Antonio Díaz-Cañabate, nos narró su interesante experiencia de juventud a Vicente Zabala, Carlos Urquijo, Alfredo Álvarez Pickman y al que escribe en el «Bar Pepe» de Ondarreta. Se había instalado en el decenio de los veinte un grupo de francesas que practicaban con peculiar maestría el chupachups. Don Antonio acudió a comprobarlo. No era el único curioso. Al entrar en el local, una amable señora entrada en años le entregaba al visitante un papel con un número y le invitaba a esperar en un salón bastante concurrido de hombres con similar curiosidad. Él tenía el 26, y se iba acercando el momento de su turno. Cuando se cantó el 24, Díaz-Cañabate notó una presión de atención sobre su hombro derecho. Era otro cliente: –Jovencito, usted tiene el 26 y yo el 47. Mi tiempo es mucho más valioso que el suyo. Así que me da usted su papeleta y yo le doy la mía. Muy amable por su parte–. Era don Santiago Ramón y Cajal.

Es cierto que Clinton lo tenía mucho más fácil con Lewinsky que Cañabate y Ramón y Cajal con la «madmua» de turno. Pero también es cierto que nadie la llevó encadenada, ni esposada, ni empujada por los pasillos de la Casa Blanca hasta el despacho oval. Acudió ella cuantas veces quiso y le sacó a su frecuencia e intimidad unos notables rendimientos publicitarios y dinerarios. Inesperadamente Hillary dijo ¡Basta ya! con mucho retraso, todo sea dicho, y se terminó el romance. Intentar pasar por víctima con veinte años de intervalo entre el último chupachups y la creación del movimiento «Me Too» se me antoja, como poco, sospechoso.

A lo hecho pecho, Moni, Moni, y pelillos al Potomac.