Opinión

Memorias moscovitas

Pisé Moscú por primera vez en tiempos de Leónidas Brezhnev, el de las inmensas cejas. Lo hice acompañado de mi gran amigo donostiarra Antón Martiarena, que dirigía la empresa de exportación de Juan Garrigues, CIEX. Juan, al saber que no conocía la URSS, me invitó al viaje. Allí nos esperaba Antonio González, un niño de la Guerra Civil, raptado, trasladado y educado en Rusia. Antonio era un tipo estupendo, comunista radical, y se disgustaba mucho con los fallos del sistema. En el bar del Hotel Metropol, cercano a la Plaza Roja, los camareros servían cuando les venía en gana. Carecían de alicientes. Pero un billete de un dólar les hacía reaccionar con ágil amabilidad. Gracias a Antonio González no fuimos detenidos por hacer una broma en la calle. Nos sorprendió que todos los viandantes, fueran hombres, mujeres, civiles o militares, llevaban una bolsa. Salían de su casa con una bolsa para llenarla o no de productos que se vendían en la calle gracias a los planes quinquenales de los «Koljós». Un día patatas, otro zanahorias, otros berzas. Hacían cola pacientemente. Jamás he visto humanos tan pacientes y silenciosos en las colas como los soviéticos. Y Antón y yo decidimos provocar una cola. Se situó Martiarena ante la ventana de un piso bajo, yo lo hice inmediatamente detrás y al cabo de diez minutos habíamos creado una cola de doscientos rusos. Acudió la Policía y Antonio González, con su perfecto uso del idioma, nos sacó del atolladero convenciendo a los agentes de que todo había sido un malentendido.Y experimenté por primera vez el gozo de la libertad. Cuando el avión de la KLM, que vía Amsterdam, nos devolvía a Madrid, despegó del aeropuerto de Sheremetievo, supe del valor de ser libre.

Años más tarde, ya con Yeltsyn en el poder, estuve en Moscú con un grupo de colegas. Antonio Burgos, Manu Leguineche, Pepe Oneto... También en el Metropol, que se había convertido en un gran hotel occidental. Nos recibió Gorbachov, en el edificio de su fundación, antigua sede de adiestramiento teórico de grupos terroristas. Nos concedió quince minutos y estuvimos más de dos horas con él. Y también con él georgiano Shevernadze, que pocos días más tarde intentó dar un golpe de Estado en Georgia. Volvíamos de cenar y la Plaza Roja estaba bellísima y desierta. Cantábamos por culpa del vodka, entre risas. Se acercaron dos soldados que custodiaban el enterramiento de Lenin, la Momia. No venían a detenernos, sino a vendernos sus gorros. ¿Se figuran ustedes a dos centinelas de la Guardia Real vendiendo su ros o su boina? Diez dólares. Oneto se quedó con uno y el que escribe con el otro. Le pedimos a la intérprete –partidaria de la apertura política–, que les preguntara a los centinelas cómo habían interpretado que éramos extranjeros a tan larga distancia. –Porque se reían. En Rusia hemos estado décadas sin reír–. Al día siguiente, el calor de mi habitación se condensó de olores extraños. El gorro se había calentado en exceso y despedía una acidez insoportable. Lo deposité en una papelera del pasillo. Y fuimos a ver a Lenin, que estaba muy a gusto y con buen color. Rodeamos a la Momia sin detenernos –los guardias lo impedían–, y Antonio Burgos y yo asistimos en persona a un milagro. Detrás de nosotros entró el gran José María Carrascal, que se desabrochó el abrigo al ingresar en el recinto. Llevaba José María una de sus discretas corbatas. Un fondo carmesí, con faisanes estampados y brillantes de todos los colores. Y Lenin se asustó. Alzó levemente la cabeza y emitió un «¡uff!» de desconcierto y angustia. Afortunadamente se trató de una resurrección efímera, de un segundo, pues de lo contrario estaríamos todos todavía en una mina de sal. Cuando se lo narramos a un empresario muy conocido de Barcelona que se hospedaba en el mismo hotel, comentó: –Es imposible. Habrá sido un efecto óptico. No me lo creo–. Lo pasamos muy bien.

Aquel Moscú, el de la apertura, nada tenía que ver con el primero que conocí. Como estoy envejeciendo a marchas forzadas, me he permitido contarles hoy esta batallita. Feliz domingo.