Opinión
Rarezas viajeras
Dime cómo viajas y te diré quién eres. El abuelo de mi amigo Eugenio Egoscozábal, uno de los accionistas más poderosos de la Unión Cerrajera de Mondragón –hoy a Mondragón le llaman Arrasate, pero se nota que sigue siendo Mondragón-, viajaba para dormir. Sólo conciliaba el sueño en el Coche-Cama de Wagons Lits Cook. Dos años estuvo durmiendo en el tren San Sebastián-Madrid y viceversa. En Madrid se alojaba en el Ritz. Su familia, alertada por las facturas ferroviarias y hosteleras decidió encargarle una cama mecánica, que se construyó en Alemania, que imitaba los movimientos del tren. Pero nada. La cama se movía suavemente, como un tren alemán, y al viejo Ubarrechena le gustaban y adormilaban los saltos y golpes del tren español cuando entraba en las estaciones de Medina del Campo, Venta de Baños, Miranda de Ebro o Zumárraga. Y como estaba previsto, falleció en el Coche-Cama camino de San Sebastián.
Mi padre, que era resueltamente generoso, nos invitaba a sus hijos, año sí, año no, a Londres y París. No le gustaba el avión, aunque al final se rindió a sus ventajas. Pero en los primeros viajes, la llegada a Londres se culminaba por etapas. Tren Coche-Cama Puerta del Sol desde Madrid a la estación de Austerlitz. De Austerlitz, a la «Gare du Nord» para tomar el tren París-Calais Maritime. En Calais, embarque en el Ferry que cruzaba el Canal de la Mancha hasta Dover. Y en Dover, el tren «Golden Arrow» que nos depositaba alborozados en Londres. Ocupábamos seis habitaciones del «Hyde Park Hotel» y lo pasábamos divinamente.
Una señora de riqueza nueva y gran amor hacia los canes, cubría el trayecto Madrid-Biarritz por carretera en una elegante furgoneta en la que acomodaba a sus veintisiete perros. Como no le permitían en el Hostal Landa de Burgos soltar a su jauría para que corretearan e hicieran sus peculiares necesidades, se detenía en Pancorbo. Y allí soltaba a los perros, con una media de cuatro atropellados por viaje y dos o tres despeñados junto a la estatua del Pastor. Pero llegaba a Biarritz con veinte, y olvidaba pronto a los fallecidos.
Pero ninguna rareza comparada con la del Príncipe de Gales, según su biógrafo Tom Bower, autor de la obra «Rebel Prince», en la que narra las manías de «Charles» en sus viajes. Uno de sus grandes amigos de la infancia tuvo la ocurrencia de invitarlo a pasar un fin de semana en su casa de campo del noroeste inglés. Y el Príncipe de Gales se llevó a la casa del amigo su cama ortopédica, sus sábanas de hilo y mantas de cashmere, el asiento de madera del inodoro, rollos de papel higiénico «Kleenex Premium Comfort», dos cuadros de paisajes escoceses, agua mineral de su confianza, y tres botellas de su whisky favorito, el «Laphroaig», del que no puedo dar mi opinión porque no lo he probado en mi vida. Al despedirse, el amigo de la infancia, lo hizo de esta manera. «Gracias, Alteza, por haber venido por última vez a mi casa».
Se me antoja exagerado y un mucho impertinente llegar a una casa con rollos de papel higiénico «Kleenex Premium Comfort». En el decenio de los ochenta del pasado siglo, se puso de moda en España la poesía publicitaria. «Aféitese la barbilla/ con máquinas de Padilla», por poner un ejemplo de pareados. Pero insuperable el que sigue: «Todo trasero elegante/ sea de dama o varón/ exige para el instante/ de la limpieza en cuestión/ el papel «El Elefante»/ de fácil adquisición».
Tenía previsto invitar a pasar unos días a mi casa montañesa al Príncipe de Gales. Pero reconozco que me he echado atrás. Sí, muy sencillo en el trato, pero...
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