Opinión

La actriz y la becaria

Qué risas, oigan. Stormey Daniels, la actriz porno que peregrina por las televisiones, sostiene que Donald Trump mantuvo un idilio con ella en 2006 y le pagó una mordida para comprar su silencio. Mientras los abogados del presidente niegan que hubiera lío y al mismo tiempo reclaman 20 millones de dólares por romper el supuesto acuerdo, la mujer quiere que Trump largue bajo juramento. De esa forma lo situaría ante el fantasma del posible impeachment. Un remedo de aquel formidable alboroto que fue el caso Clinton. Si pudiera demostrarse que Trump miente estaría justificado botarle. Daniels también rememora una sórdida escena en un garaje de Las Vegas, donde un matón Goodfellas la habría amenazado si no dejaba en paz al capo. ¿El fulano que envió a un Christopher Moltisanti y atemorizó a la stripper es el mismo que viaja con la maleta de las bombas? De ser cierto provocaría tantas arcadas como el espectáculo de una prensa que diciéndose liberal aplaude lo mismo contra lo que ayer editorializaba. La compra/venta de la intimidad ajena. El espectáculo de la buscona o el chulo que hacen caja con su sexo. La posibilidad de que alguien reciba honores en prime time no por sus méritos profesionales sino por sus hazañas en el catre. El caso Lewinsky repugna por lo que tuvo de cacería humana, de auto de fe, lapidación moral y aquelarre puritano. Pero igual que no es obligatorio o sano discrepar por sistema de cuanto hagan o digan tus antagonistas tampoco resulta presentable cambiar de principios con semejante desenvoltura. Fascina que quienes anhelaban quemar al demócrata por la mamada de una becaria hoy defienden la intimidad del presidente rubio. Y embelesa que los mismos que ayer defendían a Clinton del ataque de los huelebraguetas hoy jalean las rajadas de Daniels. Contemplar las evoluciones de estos trapecistas provoca una nausea sorda. Una melancolía atroz. Un asco difícilmente abarcable en las 392 palabras de la columna. Profesan en la cosificación del adversario y la batida del rival al precio que sea. Imagino que sigue vigente la vieja locución latina, homo homini lupus, mientras la amoralidad y el aborrecimiento contaminan el debate político. Pero qué repulsión y qué empalago, los indignados mohines de los buitres.