Opinión

El juego de las expulsiones

No lo conozco, pero tengo un alto concepto del ministro de Exteriores ruso Seguéi Lavrov. Creo que es un gran amigo de España, y eso ayuda. Cuando al Rey Juan Carlos le cayeron los chuzos en punta por el puto elefante de Botswana, Lavrov manifestó públicamente que «una anécdota exagerada no podía enturbiar el trabajo y la trayectoria del mejor Rey de la Historia de España». Los diplomáticos rusos no conservan los tics sociales de los occidentales. Además de técnicos comerciales y representantes políticos, son espías. Un diplomático que no sea un buen espía no sirve para nada. La labor diplomática en un destino sin nada que espiar no necesita embajadores. Con un pequeño consulado sobra y basta. A Edgar Neville lo destinaron a una embajada de escaso espionaje, la de España en Tegucigalpa. Recibió la designación mediante un telegrama del Subsecretario de Asuntos Exteriores. «Tengo la satisfacción de informarle a Su Ilustrísima que por orden del Exmo. Señor Ministro ha sido usted destinado a la Embajada de España en Tegucigalpa». Edgar fue rápido en la respuesta. «Agradecido por tan importante nombramiento, acepto la misión encomendada. Pero... ¿dónde coño queda eso?». Fue sancionado.

El gran diplomático de la Guerra Fría fue el soviético Gromyko, conocido en Occidente como «Mister Niet», el «Señor NO». Siempre comenzaba las negociaciones con el «No» por delante, y poco a poco flexibilizaba su postura. Vestía de luto, pero sus trajes no eran de telas de los Almacenes Gum de la Plaza Roja de Moscú. Eran telas inglesas, medidas en Inglaterra y confeccionadas por los mejores sastres de Savile Row. Como el último embajador soviético, el georgiano Shevarnadze, que se bordaba sus iniciales en los puños de las camisas, como los constructores horteras de la burbuja inmobiliaria española. Detalles, detallitos.

La Guerra Fría ha vuelto, y con ella, el juego de las expulsiones de diplomátcos. En 1980, 40 diplomáticos soviéticos fueron expulsados del Reino Unido. Tres semanas más tarde, las oficinas londinenses de la compañía aérea Aeroflot pasaron de tener quince agentes de viajes a contar con una plantilla que superaba los ciento cincuenta. Las expulsiones de diplomáticos son cortinas de humo pactadas entre las naciones en supuesta disputa. Como las «Notas Verbales», que son notas escritas. En estas últimas semanas Theresa May anunció la expulsión de 23 diplomáticos rusos por el envenenamiento del agente doble Skripal y su hija. Juego de espías. La respuesta de Putin ejecutada por Lavrov fue equilibrada. Rusia expulsó a 23 diplomáticos británicos y clausuró el «British Council» de Moscú. Una semana más tarde, Trump expulsó a sesenta funcionarios –léase espías–, y cerró el consulado ruso en Seattle. Y Lavrov respondió embarcando rumbo a Washington a sesenta diplomáticos -léase espías-, americanos y cerrando el consulado de los Estados Unidos en San Petersburgo. ¿Para qué han servido estás drásticas y aparentemente duras decisiones? Para que los comentaristas de política internacional se sientan felices y puedan desarrollar con generosidad de espacio en periódicos, radios, televisiones, agencias y confidenciales que estamos a punto de entrar en conflicto con la vieja e incomprendida Madre Rusia.

Un juego divertido que se disputa cara a la ciudadanía, y por ello, un juego perfectamente pactado. En España no se reacciona con tanta espectacularidad . Si Maduro expulsa de Venezuela a nuestro embajador, España responde con similar medida. Y si mueren setenta venezolanos, entre presos y visitantes, calcinados en una comisaría, España cita al máximo responsable de la embajada venezolana para leerle una durísima «protesta verbal» que le entrega por escrito y pasa a ocupar lugar preferente en los aledaños del inodoro del cuarto de baño del embajador del criminal.

Para mí, que las funciones tradicionales de la Diplomacia, que son la comedia y la dramaturgia, han perdido vigor. Se mantiene la representatividad pero se oculta su único y verdadero objetivo. El espionaje. El estadista que lidera la clasificación de los genocidas más sanguinarios de la Historia de la Humanidad, un tal Pepe Stalin que tanto ha influido en Pablo Iglesias, se distinguía de su alumno español en un detalle. No era tonto. Tejió un sistema de espionaje en todo el mundo mientras sus adversarios creían todavía que las cosas se podían arreglar en los «cocktails» y las recepciones. Los rusos que se han ido de Londres y Washington, y los británicos y americanos que han abandonado Moscú y San Petersburgo, volverán para seguir haciendo lo que ha sido el motivo de sus expulsiones. Espiar. Y a los que hayan espiado mejor, sus adversarios les concederán la más alta de sus condecoraciones. Se trata de un divertido juego, no de otra cosa.