Opinión
Los regresos
Malala Yousafzai, Premio Nobel de la Paz en 2014, ha regresado a su pueblo natal en el Valle de Swat, en Pakistán, de donde salió hace más de 5 años tras sufrir un ataque talibán por ir a la escuela siendo una niña. El regreso ha durado unas horas –por motivos de seguridad–, el tiempo necesario para hacerlo simbólico y mostrarlo al mundo. Su regreso es simbólico, como su vida es símbolo de la educación de la niñas afganas que aspiran a estudiar sin ser asesinadas por ello. Ha regresado al adobe de su casa, al pedazo de cielo que dice que es Swat, al colegio, a los ríos, a las montañas, incluso a las calles sucias que asegura ha añorado. Malala echaba de menos su hogar, y a pesar del regreso efímero, lo seguirá extrañando aunque sueñe con volver. Hay regresos eternos, impuestos por la vida, y el suyo promete ser uno de ellos.
Los regresos son como los ayeres, a veces es mejor dejarlos pendidos en el tiempo, abonando planes eternos, siempre pendientes. Suelen decir que al lugar donde has sido feliz, es mejor no regresar; la memoria edulcora los recuerdos y resta protagonismo a lo feo que haya en ellos. Tendemos a idealizar el regreso al hogar, la vuelta al pasado, empujados por una nostalgia tan tramposa como humana. Casi siempre que lo hacemos, el regreso suele defraudarnos. Stephen Hawking decía que el universo no sería gran cosa si no fuera el hogar de las personas a las que más queremos. A ellas añoramos regresar; los lugares son escenarios simbólicos.
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