Opinión

El luto

La vida ya va siendo intermedios de luto. Entre uno y otro continúa una alegría corrosiva que a veces hasta te hace sentir culpable por celebrar como en aquella bacanal bailonga de «La gran belleza» nuestra propia decadencia. La fiesta también deja restos de tristeza en los zapatos cuando se vuelve de madrugada a la cueva. La madurez era esto. Ver cómo escapamos de un ataúd sin que nos delate la ansiedad. Una putada. En la obligación de honrar a los muertos se vio ayer la Infanta Cristina en la misa que se dedicó a su abuelo Don Juan, el rey que nunca llegó a reinar. La nieta estuvo donde su conciencia le dictó que tenía que estar, a sabiendas del chismorreo y el comentario febril de la chusma política que se invita a un entierro aunque sean ellos, esos comentaristas de pasillo, los que huelen a muerto, y relatan un funeral con el mismo tono que una primera comunión. La carroña que no respeta a los que visten de negro, como los que criticaron a Zoido por llevar la bufanda del pequeño Gabriel sin advertir que el ministro pasó por el túnel que no desemboca de perder a un hijo, se retrata ella misma en su miseria. Supongo que entre los recuerdos de la Infanta estará esa foto fija del difunto cuando ella llevaba calcetines largos a la vuelta del colegio. Esas charlitas de los viejos que se van haciendo niños. En fin. El acto institucional fue un acto de homenaje a un personaje de nuestra historia al que el devenir del tiempo va colocando en su sitio. Hace veinticinco años estábamos ocupados, en la energía del momento, en otros menesteres más prosaicos. La memoria histórica vale para que se junten Carmena y Colau, ambas con el uniforme republicano dispuestas a cavar trincheras para vencer a un fantasma, cuánta heroicidad, y, sin embargo, se mira de reojo cuando se trata de recuperar esos otros capítulos que de verdad nos llevaron a donde estamos, en la ola de una prosperidad que se ha vuelto quejumbrosa, como si ya nada fuera suficiente. Aquella generación sí que tuvo que renunciar al permiso de paternidad, no la de Pablo Iglesias e Irene Montero. La monarquía, incluso para aquellos que como el que suscribe alaba los beneficios de sus efectos prácticos aunque no sea devoto de ninguna de sus cofradías, debe estudiarse mejor y asimilarla en perspectiva, como las estrellas lejanas que se descubren ahora a 9.000 millones de años luz. En el pudridero acaban los monarcas y los plebeyos porque en nuestra casa somos los reyes. Allí acabaremos todos y allí espero a los sobrinos, a mi Infanta Cristina, que en su propia memoria histórica, tengan a bien recordarme. Al cabo todos cambiamos el mundo aunque solo unos pocos, es de lógica, aparezcan en los libros. Un saludo, pues, a Don Juan y toda su familia, y a sus contemporáneos que ya son ceniza estelar.