Opinión

Mis tíos alemanes

Hace cinco años mi madre discutió con unos primos de Hamburgo que defendían el separatismo catalán ardorosamente. Él, directivo de una multinacional de cremas bien conocida; ella, ama de casa, ajenos del todo al llamado «procés». Desde 2012 las llamadas embajadas catalanas han intoxicado a la opinión internacional pavorosamente sin que hayamos hecho nada para evitarlo. De aquellos fangos, estos lodos.

Europa tiene hoy las patas muy cortas. La sociedad civil es débil, el individualismo ha generado un sujeto poco culto, sin nexos en las iglesias, familias u organizaciones, que pasa largas horas en la red y es presa fácil de la propaganda por internet. El resultado es el auge de los populismos de todo signo. La cuestión es que esto se sabe. ¿Cómo no hemos sido capaces de explicar que el nacionalismo catalán es un populismo, y de los peligrosos?

A la luz de las encuestas, los alemanes ignoran la urdimbre de lo que pasa en Cataluña. A saber.

1. Que el constitucionalismo es mayoritario en Cataluña, no el independentismo.

2. Que los dirigentes catalanes proclamaron, de hecho, la independencia de una «república catalana».

3. Que, pese a estar fugado de la Justicia, el derecho español es tan tolerante que Puigdemont pudo presentarse a las elecciones y sigue cobrando del estado español.

3. Que las comunidades autónomas tienen más competencias transferidas que los Laender.

4. Que los independentistas no quieren negociar. En palabras de Junqueras: «O independencia o independencia».

5. Que mucha gente se ha marchado de Cataluña porque no soporta el hostigamiento.

Los artículos de prensa alemanes, por el contrario, sobreabundan en un relato que reza más o menos: «El europeísta pueblo catalán, asfixiado por un estado heredero de Franco (con el Rey a la cabeza), es encarcelado por sus manifestaciones independentistas».

El problema con el que nos enfrentamos es, lisa y llanamente, de propaganda. Los secesionistas, sean un millón o dos, dedican mucho tiempo personal a enviar mensajes en distintos idiomas, traducir artículos al catalán, hacer amigos en el extranjero y jalear a periodistas favorables. Ignoro cómo se las arreglan laboralmente (un elevado número de ellos son funcionarios), pero es claro que además viven la causa como una religión. Es su motivo de vida. Una anomalía patológica que los españoles no podemos compensar salvo que el aparato del Estado se emplee a fondo con medios hasta ahora inimaginables: departamentos de intérpretes, artistas y técnicos de las redes, diplomáticos capaces de relacionarse con los medios.

Estamos en la era de la postverdad e importa más el relato de los hechos que los hechos en sí. A mis pobres tíos hay que empaparlos de datos. De otro modo nos arriesgamos a que nos expliquen España.