Opinión
Teresa, 1918
Un pequeño pueblo blanco se iluminó al verte nacer hace ahora cien años, reinando Alfonso XIII. Te pusieron el nombre de tu abuela, la profesora. De los tuyos heredaste inteligencia y belleza pero no algodones, de modo que todo lo has sufrido. Una mañana se te murió un hijo en los brazos y así, muerta tú también en vida, caminaste quince kilómetros cargando su cuerpecito, para poder enterrarlo. Hasta perder el sentido y confundir día con noche has trabajado tantas veces, faraona rubia. Detrás de ti y tu viudez aguardaba una prole indefensa desde tu casa digna, desde tu fuerte.
Aprendan los maestros de la alta costura de la calidad de la obra de mi abuela sastra. Estudien los atletas sus zancadas de semidiosa. Con qué carreras capturaba, sin esfuerzo, al nieto huidizo del momento. Sorpréndanse los más afamados pintores contemplando sus obras, herencia de incalculable riqueza. Fascinante viajera risueña, adorable binguera, bebedora añeja de riojas al mediodía, callejera impenitente, profesional del disfrute. Inteligencia y humor te adornan el verbo, señora.
Quizá porque intuías una meta dulce hiciste tu camino sin miedo, solo tus pasos te han llevado hasta aquí. Doctorada en puntos de inflexión y nuevos comienzos, máster en gestión de contingencias, ¿qué te vamos a contar que no sepas? La Historia entera pasó por tu mirada celeste y, a estas alturas, bendita desmemoria, ya no distingues la calidad de las etapas del camino: república, monarquía, guerra civil, posguerra, dictadura, transición, democracia, posverdad, terrorismos varios, capitalismos extremos, castrismo que empieza y acaba... «Todo es lo mismo, hija», murmuras. Siempre nos aconsejaste pocos apegos. Nos pediste que fuéramos libres, nada menos (seguimos trabajando en ello).
Cierto que has perdido a los de tu quinta, pero jamás las ganas de vivir. Hoy estamos aquí todos a tu alrededor abrazándote, querida maravilla viva, orgullo y patrimonio de nuestra humanidad. Te observo y pienso que, menos mal, no has catado la pena máxima: has sido y eres intensamente querida, maravillosamente cuidada, colectivamente respetada. En un país como el nuestro casi 5 millones de personas viven solas, la soledad carcome los hogares. Dos de esos cinco millones, lo mismo que tú, abuela, suman más de 65 años. ¿Imaginas una condena peor? A mí quizá me toque probarla, pero mi Teresa centenaria jamás estará sola.
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